leo en los papeles póstumos del señor Fort que el brazo aquel estaba constituido por un perfectísimo entramado de diminutas perlas de vapor de agua que emergieron de la nube desde la invisibilidad de un hombro absolutamente hipotético para asestar varias furiosas –creo yo– puñadas al cogote de un escandalizado obrero de madre mohawk y padre portugués justo cuando se disponía a machacar el undécimo remache de la viga con la que se daría inicio al asalto al piso 83 del edificio Empire y que ataques similares a este se sucedieron sin tregua mas también sin consecuencias —no hemos de olvidarnos de que según nuestra actual cosmogonía los nimbos son entes débiles sin la menor substancia propicia para la agresión— a lo largo del resto de unos meses de terca escalada y arquitectónica quimera hasta el victorioso amanecer de mayo de 1931 en el que después de las palabras con acento a rancio de los capataces más de veintisiete idiomas prorrumpieron en un júbilo tan variadamente incomprensible que qué menos no pudo que comerse momentáneamente todos los silencios de los últimos cuatro mil años y pico —el subrayado es mío
Javier Esteban, inédito.
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