martes, 26 de septiembre de 2023

LA QUÍMICA DEL COLOR SEGÚN PABLO CEREZAL



Hay a quien le espanta y a quien le fascina. Por mi parte, he de declararme, sin titubeo, entre los segundos. Me fascina la carne cruda: su sabor y, sobre todo, su textura. Porque el sabor es retenido en la cárcel brava en que también languidece el olvido. Pero la textura es cosa que nunca se olvida.

Así los relatos de Pepe Pereza. Tal cual, como carne cruda. Del lector depende si decide hacer de ellos banquete o apartar el plato por miedo, desconfianza o asco.

Decía Julio Cortázar que el cuento, el relato, es una esfera cerrada y sólo es perfecto cuando se aproxima a esa forma en que no puede sobrar nada y en la que cada uno de los puntos exteriores está a idéntica distancia del centro. Pues así los cuentos para no dormir de Pepe Pereza. Así sus relatos y así esa manera que tiene de envolverlos en otra esfera más grande que es un todo. Porque sus relatos no sólo son esféricos, a lo Cortázar, sino que se agrupan en volúmenes que tienen sentido por sí solos. Como debería ser un poemario, ahora que tanto se lleva eso de juntar «poemas» u ocurrencias segmentadas en un volumen y llamarlo poemario.

No proliferan los volúmenes de relatos acariciados por una misma idea que les dé forma pero no los deforme. No existe la palabra «relatario», todo queda en «cuentos de», «relatos de» o, ya puestos a ensuciar el fango, «los mejores relatos de» o «cuentos completos». No así en el caso de Pepe Pereza. Él escribe al dictado de una idea que agrupa y sincroniza un tropel de barbaries vividas o simplemente advertidas. Porque Pepe observa la realidad circundante, esa que otros llaman sucia sin advertir que simplemente es sucio lo que la rodea. Pepe observa, bebe, degusta, traga y macera en el aparato digestivo de sus dedos como teclas toda la realidad que a otros nos anega. Y después la escupe. Y no por revestida de esputo es sucia. Sucia, a la realidad, la hacen los que ni siquiera la circundan. Los que viven apoltronados en su diván de almohadillados sueños de grandeza. Los que de la literatura no tienen noticia ni de la vida certeza.

Realismo sucio. Bukowski y el resto de icónicos iconos que pueblan las redes y los noticiarios a lo Che Guevara after ZARA. Más sesudos los hay: hablan de Carver y sus renglones como puñaladas. Aun, más robustos en su sapiencia, otros: mentan a Cortázar sin haber pisado una línea de sus rayuelas oxidadas de saliva y espina.

Pepe Pereza habita el anonimato, y sólo desperdicia referencias compartiendo vandalismos o pasiones en su muro de Facebook, muy de tanto en tanto, sin molestar ni referir ni agradecer ni aplaudir. Pero luego, en su día a día, contempla la vida con ojos de gato descreído, regresa al hogar, se asoma al teclado y permite que sus dedos comiencen a ametrallar a un sinfín de personajes que ya venían heridos de fábrica. De sus dedos brota la vida real, con todo su catálogo de desdichas y toda su vulgaridad. Detiene, por un instante, el ritmo, y fuma, profundo y certero, inhala THC o nicotina, comprende que sus personajes pueden aparentar sucios, ruines, hoscos o desagradables al lector, y les devuelve la hondura que les pertenece, la ternura de que no adolecen, esa que les han usurpado los mandamases del día a día.

La química del color, el último, hasta la fecha, «relatario» de Pepe Pereza, es otro catálogo de esferas perfectas, en lo literario, y vidas maltrechas de horror y ternura, en lo humano. Los colores como leit motiv que ordena el ritmo de su prosa exacta, el de los pasos hacia el vacío que dan todos los personajes que lo pueblan, incluido él mismo, de quien hace personaje para acercarnos como merecemos al sufrimiento y el pánico que puebla la vida de este ser que llamamos humano. Incluido él mismo de tal manera que, sin aún haberlo hecho, deseo mucho más que años atrás el abrazo que nos debemos. Su prosa afilada y rítmica nos regala personajes que nada tienen de inventados. Durante la lectura, tras hacer del riesgo sutura, podemos abrazarles el daño saboreando la textura de esa cicatriz que todos anidamos pero ellos dejan a la vista por obra y gracia de una sabiduría literaria que ya quisieran tantos adalides del realismo sucio sin vida y los poemarios sin poesía.

Finalizo la lectura de tan delicioso volumen y, una vez más, sueño con atragantarme de carne cruda. Sueño en mi garganta su textura.

Pablo Cerezal,
en Vislumbres de El Dorado



jueves, 21 de septiembre de 2023

VISIÓN RADICAL por SUSANA BARRAGUÉS



Hay un salto de lo real a lo transcrito, como un hálito contenido,
una décima de segundo en suspense entre lo entendido y lo formulado,
que participa de la misma materia
que la sustancia que hay detrás de las puertas, debajo de las camas,
en los ojos a punto de ser desprendidos de su venda,
en las zonas oscuras tras las ventanas rotas de casas viejas,
donde nadie pone pie ni mira en su interior
pero que al amanecer tiemblan con el resplandor del día
que todo lo ciega, porque todo
participa del éxtasis de ser tocado por la luz.
Esa misma suspensión de vacío, en el que las cosas que penden
se deciden a caer o aguantan un último equilibrio.
Ese instante por el que el viento titubea y duda
si arrancar de cuajo las hierbas espesas o solo peinarlas,
y finalmente se lleva el sombrero de mi cabeza.
Así me asomo a la pura realidad sin pensamiento,
llevo el cuerpo por delante del entendimiento
y veo todo a la luz.

Y solo encuentro una cosa: evidencia de amor.

Susana Barragués Sainz


martes, 12 de septiembre de 2023

LA LUNA SE AGRANDA por NATACHA G. MENDOZA



Vestirse de la historia y avanzar texto abajo sin miedo al fracaso. Pero en el tercer renglón todo se precipita hacia el derrumbe. Regresar al inicio como si nada hubiera pasado, volver al intento sin reconocer que es otra oportunidad. Escribir desde el vacío. Rodar por las letras como un cuerpo sin huesos. Ser tan vulnerable, tan carne viva. Llorar ante la imposibilidad, sin aceptar ese verbo, porque no queremos mojar el papel, porque todo volvería a ser borroso y decrépito. Escribir una niña, un perro, tal vez un pantano. Deletrear la luna de anoche, porque hay que utilizar el tiempo. Describir la belleza de la luna, de la niña y el pantano. Hacer rodar al perro tres renglones, buscar adjetivos para sus ladridos. La angustia, escribirla, respirar porque la luna se agranda. Llegar a la siguiente página con el agua del pantano salpicando gritos… y escribir más ladridos que no podrán salvarla.

Natacha G. Mendoza


lunes, 11 de septiembre de 2023

EQUIPAJE por GORDON HASKEL



Sesenta años en la mochila.
Un par de mudas
por si acaso la noche se alarga
dos amaneceres.
Poca cosa si hablamos de equipaje:
un mar que aún queda lejos
para sentir su aroma de Crepúsculo,
una playa sin oleaje,
una caricia guardada
en el bureau del recibidor,
reservada para la ocasión.
Sesenta dudas sin dudarlo
un segundo.
Un poema roto en mil pedazos,
cosido con los hilos de un verso.
Una canción que me recuerda
la eterna juventud que vivo.
El sabor
que me dejaron las caricias
que compartí
en madrugadas con lunas
en cuarto creciente.
Un deseo que nunca me concedió
el genio de la lámpara.
Poca cosa si hablamos de equipaje,
a excepción de lo que aún me queda,
para compartir contigo.

Gordon Haskel

sábado, 9 de septiembre de 2023

COMO JACK & NEAL por VICENTE MUÑOZ ÁLVAREZ



Se lo contaba el otro día a Manuel Cuenya cuando nos encontramos remando al viento en la playa de Barro, y es una historia recurrente ya en mí, supongo, en cuanto sale a colación el nombre de David González, que como el de Annabel Lee, hace ahora temblar al aire... Cómo nos sentimos juntos, hace casi tres décadas, cuando nos conocimos, Jack y Neal, él Neal y yo Jack, yo Jack y él Neal, por la cantidad de similitudes que entre los cuatro había: él del mundo del lumpen y yo de la universidad, él a cien por hora y yo a cincuenta, él hiperrealista y yo más nostálgico, él un torbellino y yo una calima, él urbanita y yo más de campo, él ex presidiario y yo comercial de calzado, él naturalista y yo más romántico... Y con ello y Jack y Neal (a los que amábamos por encima de todas las cosas) por bandera, y la poesía autobiográfica como horizonte, fantaseamos durante mucho tiempo, años, lecturas, festivales y miles de kilómetros sobre el asfalto, con esa quimera en nuestras cabecitas locas, no sé cuál más, si la suya o la mía, pero con esa fantasía en concreto, parecernos a Jack y Neal... Querido David, estés donde estés ahora, no olvido nuestros proyectos y carreteras: que lo sepas...

Vicente Muñoz Álvarez


miércoles, 6 de septiembre de 2023

LOS MUNDOS MARGINADOS DE DAVID GONZÁLEZ por PATXI IRURZUN


Foto: Cesar Tamargo «Maltrago»

“Nadie es profeta en su tierra, hasta que no se encuentra enterrado bajo ella”, escribía el poeta asturiano David González, en Loser, una de sus obras. David, de quien ya nos hemos ocupado en alguna ocasión en estas páginas, falleció el pasado mes de febrero, e hizo bueno su vaticinio, pues en los días posteriores a su muerte las páginas de cultura de periódicos que nunca habían hablado de él le dedicaron sentidas necrológicas, o festivales de poesía en los que jamás le invitaron a participar −con concejales y consejeros de cultura que no lo habían leído en su vida a la cabeza− lo homenajearon en sus programas.

A David, de todos modos, no lo enterraron, fue incinerado, de modo que esos reconocimientos oficiales tampoco parece que vayan a tener mucho más recorrido, y somos sus amigos y sus lectores quienes estamos intentado reivindicar su memoria y, sobre todo, su obra, diseminada a lo largo de los años en pequeñas editoriales, fanzines, plaquettes, libros y discos compartidos, antologías, blogs literarios…

La experiencia carcelaria

Los mundos marginados, por ejemplo, su primer libro, fue publicado en internet y todavía puede descargarse en esta dirección: https://www.babab.com/biblioteca/books/david_gonzalez.pdf. El poemario lleva por subtítulo Poemas de la cárcel (fue en la entrega de este club de lectura dedicada a Papillon, de Henri Charrière, y otros libros de literatura carcelaria, donde lo mencionamos) y en él recoge su propia experiencia en prisión tras cometer un atraco a mano armada cuando contaba diecinueve años, un lance que marcó su trayectoria vital y literaria: fue en presidio, por una parte, donde David comenzó a interesarse por la literatura, a la que entregaría su vida; y, por otra, tanto en ese libro como en otros −sobre todo los de su primera etapa− temas como la cárcel, la delincuencia, las drogas, el SIDA…, cobran protagonismo y, por qué no decirlo, son la razón por la que muchos de nosotros nos interesamos por su poesía y su persona, atraídos por ese contorno del abismo al que nos asomamos, sin riesgo de caer, a través de sus versos.

La obra de David, a la que él insistió siempre en calificar como poesía de no ficción, se caracteriza por su carácter autobiográfico y en ella, más allá de la experiencia carcelaria, aparecen tratados también otros rigores de su existencia, como la enfermedad (la diabetes, su segunda cárcel, como él la llamó), la precariedad (a la que se expuso cuando tomó la decisión de abandonar la fábrica en la que trabajó a turnos como operario durante diez años y dedicarse exclusivamente a escribir) o el presentimiento o incluso la búsqueda premeditada de una muerte temprana, como luego veremos.

Oralidad y poesía narrativa

Por todo ello hemos elegido ese título para esta última entrega del club de lectura, Los mundos marginados, si bien no queremos ceñirnos únicamente a esa obra y recomendamos, en realidad, cualquiera de sus libros: La carretera roja, Ojo de buey, cuchillo y tijera, Ley de vida, En las tierras de Goliat, Sparrings…

Todos son una buena manera de descubrir a este autor e incluso de, a través de él, interesarse por otros poetas, pues en los poemas de David son frecuentes los ecos, las citas y las generosas reivindicaciones de escritores (algunos universalmente conocidos como Raymond Carver, Arthur Rimbaud, Sharon Olds… y otros contemporáneos y compañeros de recorrido del propio David: Vicente Muñoz Alvarez, Ana Pérez Cañamares, Kutxi Romero, Karmelo Iribarren, Eva Vaz, Isla Correyero, Antonio Orihuela…).

Otro de los rasgos de la poesía de David González es, ciertamente, su accesibilidad, la oralidad con que la impregna (“De siempre he oído decir que un escritor ha de escribir tal como habla”, señala en el prólogo de Nebraska no sirve para nada), a lo que se suma la estructura narrativa de los versos, que en muchas ocasiones componen pequeños relatos. David, de hecho, es también cuentista, un buen cuentista que podríamos adscribir al realismo sucio, y en buena parte de sus obras alterna los poemas con narraciones cortas, o incluso podemos encontrar, en el caso de Humillación, uno de sus poemas más logrados y conocidos (el de su abuela, el funcionario de prisiones y la peseta con la cara de Franco), una versión del mismo en prosa.

El punch literario

La aparente sencillez de la poesía de David González, por supuesto, acarrea tras de sí, además del talento innato o la genética y la fuerza propias para lanzar directos a través de la palabra, un arduo trabajo de cincelado y de conocimiento de recursos y técnicas literarios, adquiridos de manera autodidacta tras años de lectura voraz. Y así, David González es capaz de desnudar esos poemas y mostrarnos de esa manera el músculo en todo su esplendor. Como, por ejemplo, cuando escribe: “Si el señor es mi pastor/¿quién es mi perro?”; o “Mi perro cada vez se parece más a mí/ pronto dejará de ser mi mejor amigo”.

Esa facilidad para el punch −el boxeo y su terminología es otro de los mundos recurrentes en su obra− le sirve con frecuencia para cerrar los poemas de forma contundente o sorpresiva, a la manera, de nuevo, de algunos cuentos, con una última estrofa o un último verso que nos conmocionan, ponen en danza en nuestra cabeza una constelación de estrellas que arrojan luz mucho tiempo después de morir, o de ser leídos, en este caso. Así sucede en algunos de sus poemas más memorables, aquellos que solía declamar con vehemencia, golpeando con sus anillos sobre las mesas y barras de las decenas de garitos en los que ofreció recitales; poemas como La autopista o como Historia de España, en el que expone magistralmente en una treintena de versos algunas de las infamias, de los nudos todavía sin desatar de nuestra historia más reciente.

Como antes hemos anticipado, la muerte y su acecho, su presencia constante, es otro de los temas que se repiten en los textos de David González.

El escritor asturiano nació en San Andrés de los Tacones y durante una época firmó incluso sus obras como David de San Andrés, tal vez tratando de fijar junto a su nombre unos orígenes anegados por la construcción de un pantano que obligó a su familia a trasladarse a Gijón; o tal vez renegando de su propio padre, en un arrebato sanguíneo, a los que David era dado −en una ocasión fue detenido por golpear con un paraguas a un policía, o se enemistó muchas veces con otros escritores, a veces de manera injusta, y, siempre con razón, con políticos y mandarines de la cultura−; tanto lo uno, la tensa relación con su padre, con quien de todos modos también se mostró reconciliador en algunos poemas, como lo otro, su casa natal y su infancia en San Andrés de los Tacones, son temas que se repiten en sus libros. Al igual que la muerte, decíamos unas líneas más arriba.

Crónica de una muerte anunciada

El escritor asturiano, falleció el pasado 6 de febrero, víctima de un cáncer de esófago. Tenía 59 años y había vivido casi una década más de lo que él mismo había calculado o deseado para sí mismo, como nos repetía en ocasiones a sus amigos: “Yo moriré antes de los cincuenta”, o como intentaba en ocasiones propiciar, de nuevo de manera impulsiva, por ejemplo cuando en 2016 tras una farra alcohólica y psicotrópica de varios días anunció en su redes sociales y en una entrevista en prensa su intención de autodestruirse: “Drogas, mujeres, dobletes y tripletes y así hasta que el cuerpo ya no aguante…”.

La sombra y la profecía de esta muerte anunciada se puede seguir a lo largo y ancho de sus libros: “Yo todavía no tengo cáncer”, escribe, por ejemplo, en uno de los relatos autobiográficos de Sparrings; o, sobre la trascendencia de su obra, vaticina en un poema del mismo libro: “Con el tiempo/yo también puedo llegar a ser eso:/ una fotografía/ en blanco y negro/ y tendré suerte/ muchísima suerte/si alguien/algún día /en alguna parte/me/mira”.

Contra esto último, algunos de sus lectores y amigos estamos, como decíamos, reivindicando su memoria y la importancia e influencia de su obra en la poesía española de las últimas décadas, de tal modo que próximamente verán la luz diversos homenajes y libros dedicados al escritor asturiano que esperemos que sirvan para colocarlo en el lugar que le corresponde: en lo alto del podium o, acaso, seguramente, como él habría preferido, en el centro del ring.

Y respecto a su muerte, David tuvo todavía, después de su intento de suicidio pasivo, una última recompensa, como fue reencontrarse y recorrer ese último tramo de su vida junto a uno de sus primeros amores, su compañera Mari, que lo acompañó y reconfortó en sus últimos momentos, en los cuales David aceptó de manera serena su convulsa existencia, su destino y su final, tal y como dejó escrito en La última palabra, poema incluido en su libro póstumo La canción de la luciérnaga: “Cuando la vida/se te pone en contra/ y pensar en luchar contra ella/no es más que otra de esas utopías/ solo la muerte/tiene la última palabra./Solo la muerte, repito,/ tiene la última palabra./La palabra/ que cierre/ el último poema./ Fin/.

Patxi Irurzun


martes, 5 de septiembre de 2023

HIMNO A SATÁN por LEOPOLDO MARÍA PANERO



«Ten piedad de mi larga miseria»
Las flores del mal, Charles Baudelaire


Tú que eres tan sólo
una herida en la pared
y un rasguño en la frente
que induce suavemente
a la muerte.

Tú ayudas a los débiles
mejor que los cristianos
tú vienes de las estrellas
y odias esta tierra
donde moribundos descalzos
se dan la mano día tras día
buscando entre la mierda
la razón de su vida;
yo que nací del excremento
te amo
y amo posar sobre tus
manos delicadas mis heces.

Tu símbolo es el ciervo
y el mío la luna:
que caiga la lluvia sobre
nuestras faces
uniéndonos en un abrazo
silencioso y cruel en que
como el suicidio, sueño
sin ángeles ni mujeres
desnudo de todo
salvo de tu nombre
de tus besos en mi ano
y tus caricias en mi cabeza calva
rociaremos con vino, orina
y sangre las iglesias
regalo de los magos
y debajo del crucifijo
aullaremos.

Leopoldo María Panero, de Poemas del manicomio de Mondragón (Hiperión, 1987)

lunes, 4 de septiembre de 2023

VOLUTAS DE HUMO por ISABEL MARINA



VOLUTAS DE HUMO

Lleguemos
al fondo de la cuestión,
si esta nada que vemos
continuamente,
esta consunción de todo que no cesa,
es el presagio de nosotros mismos
convertidos en solo aire,
en inexistencia que duele,
impresiona y da miedo,

pero también nos da otra perspectiva,
actúa como un bálsamo,
la constatación de que un día
nuestros problemas,
nuestras torturas,
nuestros laberintos
dejarán de ser importantes
al desaparecer nosotros
como su centro de gravedad.

Nuestro dolor se convertirá
en menos que volutas de humo
que un duende despreocupado
crea con sus labios.


BESARTE

Besarte
como se besa la infancia
que se va desintegrando
hasta ser solo un recuerdo
que ya no podemos reconocer.

Besarte
hasta entrar dentro de ti,
hasta diluirnos
en una marea que avente el miedo,
en esa niebla marina de los pueblos
a punto de desaparecer.

Besarte
y alejarme por fin del precipicio,
de la mentira, del desengaño.
Ir poco a poco haciéndome fuerte
desde la extrema debilidad.

Besarte
y que lo demás no importe:
ganar el cielo
o perder la vida,
da igual.


LOS PASOS DE MI PERRO
 
Tierra de nadie.
He ahí nuestros dominios.
Es como asirse a una cuerda
que parece dura y eterna,
y sin embargo es frágil.
Un día se romperá,
aunque no lo creamos,
y todo lo que hoy vemos
sólo será un recuerdo.
 
Por eso ahora
que aún no ha clareado el día,
me centro en escuchar
los pasos de mi perro
dando vueltas por el pasillo.
Sé que este sonido
resonará en mis oídos en un futuro,
sé que lo echaré de menos,
que ninguna melodía
de Brahms, Vivaldi o Chopin
podrá alcanzar jamás
su belleza en mi memoria.


AQUEL VIAJE

Aún puedo verlos
en el andén del metro,
o en el Museo del Prado,
vagando de una sala a otra,
con su hija de catorce años.

Los tres estuvieron
en aquel teatro de Gran Vía,
viendo a Alfonso del Real,
en el Palacio de Oriente
y en las noches alegres de Madrid,
terrazas y leche merengada.

De aquel viaje
no hay ninguna foto.
Dos de los protagonistas
son ya solamente
una estela en el recuerdo.
No se sabe
por cuánto tiempo,
aún queda la hija.

Quedo yo.

Isabel Marina