Detrás de las casonas de mi infancia se acumulaba la nieve para mí. O si no, montoneras de nieve para jugar con los demás a forajidos. Durante los meses del invierno comprobábamos el magnífico escondite para, bajo su amparo frío, ocultar despojos. De perros y de gatos, de abubillas y culebras, de aguiluchos. Pero sobre todo lívidos cadáveres de hombres. Hombres que habiéndose escapado de sus casas de noche con ventisca, aparecían, al cabo de unas lunas, tendidos boca abajo, con el agujero granate y grandote zurcido en las sienes, con idéntica ropa a la que vestían aquella noche de autos violenta. Se derretía la nieve y engordaban los arroyos por la sombra desconfiada de los muertos: Natalio, Demetrio, Rojo, Namou, el anciano Cosme... Ni las huellas de los camellos grises de los reyes teníamos presentes al terminarse la nieve de las eras. Sólo esos cadáveres que no olían del todo mal, que por momentos hasta parecía que querían respirar, que nos miraban, a los niños, como pidiéndonos perdón por estar allí tumbados, todavía.
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Qué distinta aquella nieve de la que suele aplicarse D. en la punta del capullo.
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Luis Miguel Rabanal, del blog Elogio del proxeneta.
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