Llevaba un horario de vampiro. Se acostaba al amanecer y se levantaba de noche. Hacía tanto tiempo que era así que no podía recordar como había llegado a ese desequilibrio. Siempre le costaba conciliar el sueño, se pasaba horas enteras tumbado en la cama esperando, sintiéndose cada vez más nervioso, más desesperanzado, viendo como el tiempo corría sin poder hacer nada por evitarlo, llenando de desilusiones el cenicero, leyendo hasta que sus ojos cansados empezaban a desenfocar las palabras escritas, escuchado las lánguidas emisiones de los programas de radio nocturnos, cualquier cosa para continuar tumbado en la cama. Después de varias horas concentrándose para conciliar el sueño quedaba extenuado. Esas sesiones de insomnio eran agotadoras física y psíquicamente. Y por fin, la claridad del nuevo día se colaba entre las rendijas de la ventana cerrada y llegaba el sueño. Era un momento especial porque la luz reflejaba en el techo una imagen nítida del exterior de la calle. Era como si en la oscuridad de la habitación alguien hubiese puesto en marcha un proyector de cine. Las imágenes se debían a que al entrar la luz por la rendija de la ventana y al contacto con la oscuridad del dormitorio se producía el famoso efecto de cámara oscura. Él siempre conseguía dormirse mirando ese reflejo mágico, regalo de las maravillas de la óptica... Desde que ella se había instalado en la casa algunas cosas habían cambiando. La casa había cobrado vida, el frigorífico estaba lleno, la cocina se plagaba de apetecibles aromas a las horas de comer, la lavadora había resucitado y los tendederos blandían al viento las ropas bien lavadas con suavizante y cariño, del espejo del cuarto de baño desaparecieron las salpicaduras de dentífrico, las cortinas del salón recuperaron sus colores originales y las veladas nocturnas se disfrutaban con frutos secos y programas de televisión. Todo era perfecto, mejor dicho: casi perfecto porque el insomnio seguía haciendo mella en él, solo que con ella acostada a su lado, esas horas de espera eran más negras y tediosas, tenía que prescindir de todos esos complementos que le ayudaban a ir pasando más o menos el tiempo, la lectura, la radio, fumar… cualquiera de esas actividades la hubieran despertado. Ella por la mañana madrugaba así que sus horas de sueño eran sagradas. Él temía la hora de irse a la cama, cada día más. Tenía que soportar el paso de cada minuto a oscuras, reprimiendo cada cambio de postura, cada bostezo, cada anhelo... De vez en cuando, no lo podía evitar y se levantaba para matar su aburrimiento viendo el tele tienda o simplemente sentado sin hacer nada concreto, en una especie de letargo demencial. Ese horario desorganizado y deforme le estaba haciendo enfermar. Debía levantarse antes de que ella llegara del trabajo, hacer la compra en el mercado y preparar la comida, con lo cual apenas le quedaban una pocas horas para dormir. Estaba siempre tan cansado que la relación entre los dos se deterioraba por momentos. El mal ánimo se instaló en la casa como un inquilino fijo. Él intentaba combatir el insomnio a base de litros de valeriana y un recital de somníferos, lo intento con vino peleón, con desamparo, con desasosiego, con todas sus fuerzas. Todo fue en vano, pronto se vio solo de nuevo. El frigorífico se fue vaciando, los tendederos también, el fregadero de la cocina se fue llenando de platos mohosos y cubiertos rancios, el espejo del baño se fue cubriendo de puntitos de dentífrico... Él siguió su vida de vampiro, esperando que el amanecer entrase por la rendija de la ventana y proyectase sobre el techo esas imágenes mágicas que le indicaban que el sueño estaba cerca.
Pepe Pereza, de libro inédito Amores breves.
Pepe Pereza, de libro inédito Amores breves.
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