Converso con un amigo, un joven músico, sobre literatura. Hablamos de Charles Bukowski, que a ambos nos encanta. La calle de Los Herreros es uno de esos lugares en los que más cómodo se encuentra uno hablando de Bukowski y del corazón de sus obras, llenas de dolor, alcohol, miseria y fulanas, obras en las que se multiplica el rostro torturado de su alter ego, Henry Chinaski, de mejillas molidas por el punzón de una vida miserable que deja marcas, cicatrices, huellas de antiguos granos mal curados. Mi amigo me pregunta por “Mujeres” y no, aún no he leído esa novela, pero sí otras muchas: “Factotum”, “Cartero”, “Hollywood”, “Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones”, “Escritos de un viejo indecente”, o esa parodia del género negro titulada “Pulp”. De modo que, unos días después, siento curiosidad por “Mujeres”, una de las pocas que me quedaban por leer, y me pongo ojos a la obra.
Creo que no leía a Bukowski desde que editaron su póstumo libro “El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco”, que tomé prestado de la Biblioteca Pública. Y así me encuentro estos días, desempolvado ya mi ejemplar de “Mujeres”, releyendo las historias golfas de Hank Chinaski después de haber devorado, en menos de una semana, la novela de Manuel Vázquez Montalbán, “Galíndez”, sobre aquel profesor, representante del PNV en el exilio, escritor y megavasco que fue Jesús Galíndez, al que el régimen dictatorial de Trujillo, en colaboración con el lobby trujillista norteamericano, dio el pasaporte, convirtiendo en leyenda su historia y suministrando misterio a su figura. La obra de Montalbán sobre Galíndez, que recibió el Premio Nacional de Literatura, me parece fabulosa. Es como leer la película de Oliver Stone, “JFK”, plagada de nombres, fechas, política, tramas, historia y personajes de doble filo. Volver a Bukowski, pues, es un respiro, porque el viejo escritor sólo se preocupaba de las necesidades más básicas del hombre: el alimento, la supervivencia a través de la esclavitud del trabajo, el fornicio, la evacuación de vientre... Cierto es que toda su obra está demasiado regada por océanos de alcohol, pero hablándonos de sí mismo nos habla a la vez de todos esos perdedores que pululaban en la América del siglo pasado con su carga de pobreza, locura, juego y sacrificio.
Regresar a Bukowski, para mí, es volver a los tiempos de estudiante en Salamanca, cuando las obras de los malditos de la literatura nos abrían los ojos a un mundo de realismo sucio y coraje en las palabras. La obra de tipos que no se callaron, que escandalizaban con las balas de su poesía y su prosa, o que hicieron de su miseria arte, como John Fante o Knut Hansum, a quienes venera Bukowski, y a quienes también tengo en alta estima literaria. A Bukowski hay que procurar descubrirlo en la juventud: quizá es como más fascine. El próximo año se cumple una década de su muerte. Fue un nueve de marzo cuando falleció en su casa de San Pedro, California. Recuerdo aquel día en Salamanca: compré varios periódicos para aventurarme en sus fotografías y archivos documentales, que estarán en algún rincón de mis papeles, amarilleando como las esquinas de las pensiones sórdidas y enfermas de derrotismo y pobreza venérea que habitaba el escritor. Me gustó siempre Bukowski porque, mediante su obra, bajaba a la tierra a explicar cómo era el infierno, pero también a entusiasmarnos con un personaje hecho a su imagen y semejanza que, bajo su faceta de alcohólico y mujeriego, escondía a un individuo roto en pedazos, atemorizado de miedos y con una vocación literaria inmensa. El año que viene volveremos a hablar de él.
José Angel Barrueco. Artículo publicado en La Opinión de Zamora en septiembre de 2003.
Creo que no leía a Bukowski desde que editaron su póstumo libro “El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco”, que tomé prestado de la Biblioteca Pública. Y así me encuentro estos días, desempolvado ya mi ejemplar de “Mujeres”, releyendo las historias golfas de Hank Chinaski después de haber devorado, en menos de una semana, la novela de Manuel Vázquez Montalbán, “Galíndez”, sobre aquel profesor, representante del PNV en el exilio, escritor y megavasco que fue Jesús Galíndez, al que el régimen dictatorial de Trujillo, en colaboración con el lobby trujillista norteamericano, dio el pasaporte, convirtiendo en leyenda su historia y suministrando misterio a su figura. La obra de Montalbán sobre Galíndez, que recibió el Premio Nacional de Literatura, me parece fabulosa. Es como leer la película de Oliver Stone, “JFK”, plagada de nombres, fechas, política, tramas, historia y personajes de doble filo. Volver a Bukowski, pues, es un respiro, porque el viejo escritor sólo se preocupaba de las necesidades más básicas del hombre: el alimento, la supervivencia a través de la esclavitud del trabajo, el fornicio, la evacuación de vientre... Cierto es que toda su obra está demasiado regada por océanos de alcohol, pero hablándonos de sí mismo nos habla a la vez de todos esos perdedores que pululaban en la América del siglo pasado con su carga de pobreza, locura, juego y sacrificio.
Regresar a Bukowski, para mí, es volver a los tiempos de estudiante en Salamanca, cuando las obras de los malditos de la literatura nos abrían los ojos a un mundo de realismo sucio y coraje en las palabras. La obra de tipos que no se callaron, que escandalizaban con las balas de su poesía y su prosa, o que hicieron de su miseria arte, como John Fante o Knut Hansum, a quienes venera Bukowski, y a quienes también tengo en alta estima literaria. A Bukowski hay que procurar descubrirlo en la juventud: quizá es como más fascine. El próximo año se cumple una década de su muerte. Fue un nueve de marzo cuando falleció en su casa de San Pedro, California. Recuerdo aquel día en Salamanca: compré varios periódicos para aventurarme en sus fotografías y archivos documentales, que estarán en algún rincón de mis papeles, amarilleando como las esquinas de las pensiones sórdidas y enfermas de derrotismo y pobreza venérea que habitaba el escritor. Me gustó siempre Bukowski porque, mediante su obra, bajaba a la tierra a explicar cómo era el infierno, pero también a entusiasmarnos con un personaje hecho a su imagen y semejanza que, bajo su faceta de alcohólico y mujeriego, escondía a un individuo roto en pedazos, atemorizado de miedos y con una vocación literaria inmensa. El año que viene volveremos a hablar de él.
José Angel Barrueco. Artículo publicado en La Opinión de Zamora en septiembre de 2003.
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