Foto: Joaquín Urías
El hijo de Satanás Miquel Silvestre sigue recorriendo el mundo, hasta llegar a los mismísimos infiernos, a lomos de su moto. Esta es la crónica publicada el pasado sábado en El viajero de El País, sobre su ruta por Kazakistán, Uzbekistán...
Aventura y suplicio
Carreteras polvorientas y hoteles imposibles, pero también una experiencia única: cruzar Asia Central en moto
MIQUEL SILVESTRE - 13/02/2010
Asia Central es un lugar remoto, difícil de visitar. No sólo por sus interminables estepas, infinitos desiertos e inaccesibles montañas, sino también porque con sistemas políticos heredados de la Unión Soviética, el extranjero recibe sistemáticamente trato de sospechoso. Las nociones de inglés de habitantes y funcionarios son mínimas. Los visados no son sencillos ni baratos. La estadía requiere temple de estoico y estómago de Carpanta; los hoteles suelen ser decrépitos y la gastronomía, por llamarla de algún modo, monótona y pobre. Sin embargo, atravesarla en moto para rodear el fósil mar de Aral quizá sea una de las pocas aventuras verdaderas que aún queden.
Entré en
Kazajistán a lomos de mi BMW GS 1200 desde la ciudad rusa de Astrakhan, fundada sobre el delta del Volga por Iván el Terrible. Caballos y camellos campan a su antojo. A pesar de la aridez de la tierra, el horizonte infinito embriaga. Viajando hacia oriente, el sol se pone a la espalda y delante nuestro se incendian de oro los páramos. Pronto aparece Atyrau, urbe de altos edificios de cristal y acero. Es el reciente brillo del petróleo. Fulgor que no alcanza a la mayoría. Casetas de cartón se desparraman en callejones sin asfaltar alrededor de la nueva prosperidad que ejemplifica el hotel Reinassance, castillo de lujo, refugio para ejecutivos de multinacional.
El infierno comienza 50 kilómetros hacia el este. Ante el delirio de piedras, grava y agujeros, examino incrédulo el mapa. Tiene que ser una broma surrealista. En el papel hay pintados la línea roja de una carretera y la mancha azul de un mar. En realidad, no existe ninguno. Tal vez en tiempos de Stalin, pero no hoy. Los camiones han abierto pistas en la arena. Sus rodadas son el único signo creíble de que no soy el único hombre en la Tierra. Muchos, con la amortiguación desecha, permanecen varados como ballenas moribundas. Los conductores se toman el naufragio con paciencia de siglos. ¿Y la mancha azul? Es un desierto. Una vez fue el mayor lago del mundo, pero lo secaron los proyectos de irrigación a gran escala. Con él se agostó la vida. El área que circunda el antiguo mar es hoy un deshidratado montón de nada detenido en el tiempo.
Aral
Los kazajos son amables y generosos. Viven la cultura del hospedaje como obligación religiosa. Recibí agua y alimentos en las aldeas remotas que fui encontrando. Tras tres días de tienda de campaña y café soluble llegué a Aral. Barcos muertos en un muelle sin mar, grúas portuarias inútiles y un solo hotel. Viejo y deprimente, exigen en recepción más de 4.500 tenges (unos 30 euros) por la habitación. Pueden pedir la luna. No tiene competencia. Tampoco ducha. Para arrancarse el engrudo de sudor y silicio molido hay que ir hasta una especie de burbuja de plástico al final de la calle. Dentro hay una piscina portátil y dos alcachofas con termo. Me cuentan que tan extraño artefacto es un regalo español. Aun así, debo pagar por ducharme usando mi propio jabón.
Turquistán
Que el viajero no espere joyas arquitectónicas. Las ciudades kazajas son feas, soviéticas. La única que vale la pena es Turquestán, donde está el mausoleo de Khoja Ahmed Yasawi, construido en el siglo XIV por el Gran Tamerlán. Su estructura rectangular y sus cúpulas azules lo hermanan con las magníficas mezquitas de las ciudades de Samarcanda, Bujara y Khiva. Pero los kazajos eran pastores nómadas y no construyeron nada más que tiendas de campaña. No hay urbes en su historia. Sólo invasiones. No tienen más monumentos que unas espantosas estatuas de purpurina que han dedicado a míticos guerreros a caballo. Es un reciente intento de fabricar un glorioso pasado nacional para una nación que nunca existió. Kazajistán, como el resto de repúblicas socialistas, lo dibujó Stalin un día que estaba inspirado entre purga y purga.
Karapalkastán
Uzbekistán no es mejor que su vecino del norte, pero sí más pobre. En Nukus, capital de la región autónoma de Karapalkastán, está el hotel Tashkent. Uno de los peores hoteles del mundo. Destruido e inhóspito, el agua es un inesperado regalo que brota de vez en cuando de los grifos rotos. Hay que estar atento al ruido de las cañerías. Los desayunos, en el segundo piso, en la desordenada habitación de Mama Gold, una anciana de áurea dentadura que prepara grasientos huevos fritos por dos mil sums. El asunto del dinero es curioso. Hay que salir con los bolsillos a rebosar porque el billete más grande es de mil sums, algo así como cincuenta céntimos de euro.
A 150 kilómetros está Moinaq, famosa ciudad muerta que un día fue puerto pesquero. También ahí se pueden visitar los barcos dormidos. Más hacia el oeste, Kungrad; última oportunidad de avituallarse y repostar (gasolina de 80 octanos). Un tipo me ofrece dormir en su salón por tres mil sums. Acepto, más allá sólo habrá una pista de grava que lleva de vuelta al averno. En 500 kilómetros no habrá nada más que polvo. La frontera oeste entre Uzbekistán y Kazajistán es un inmenso desierto que nadie se molesta en proteger.
El mar Caspio
Beyneu, poblachón polvoriento y hostil con estación ferroviaria, feo cemento en mitad de la desolación. Me dicen que hasta Aktau es todo asfalto. Mentira. Es como rodar por la Luna. Socavones, montañas y un polvo blanco y fino que busca morir en los pulmones. Es un suplicio de viaje; sin embargo, tiene algo de adictivo saberse solo en medio del vacío. Experiencia imposible de vivir en nuestro mundo, cada kilómetro recorrido es una victoria que se paladea con agua a cuarenta grados. Después de 400 kilómetros en la más nívea irrealidad, aparece un bello resplandor. Es el Caspio bajo el ocaso. Aktau es una ciudad turística. Rusos y kazajos se tuestan en sus playas. El hotel Reinassance no es una opción. Mejor el Victory por 50 euros. Limpio, aire acondicionado y vistas al mar. La recepcionista habla un inglés medio decente.
Desde Akatu sale cada siete días un ferry que cruza el Caspio hasta Bakú, capital de Azerbaiyán. Imposible saber cuándo saldrá. Hay que ir todos los días al puerto y preguntar. Una mañana me dicen que zarpará esa misma tarde. Obtenido el billete (200 euros), hay que llenarlo de sellos. Aduanas, policía, veterinario y bombero. Al día siguiente, despierto en el parking y el barco ni siquiera ha llegado. A bordo todo es perfecto en su atroz fealdad curtida por años de descuido. Me entra la risa del náufrago. Al menos hay un figón donde sirven cerveza rusa. Con la ciudad a la vista, esperamos durante más de diez horas a que el puerto tenga espacio libre. Los trámites aduaneros conllevarán otra larga espera. Saldré a las calles de Bakú bien entrada la madrugada, dos días después de haber partido. Ya no importa. Azerbaiyán supone una vía directa a Georgia y poco más allá está
Turquía. Soy un hombre feliz a pesar del agotamiento, he recorrido en moto Asia Central y ambos hemos sobrevivido para contarlo.