Fue tanto dolor ayer, físico y mental, por la muerte de David González, una tristeza tan grande en mi corazón, que decidí hoy echarme al monte e ir a ver a mi colega Carlos a Sopeña para oxigenarme por dentro... Aunque habíamos quedado ya hace unos días, a punto estuve de posponer la cita esta mañana, después de soñar toda la noche con David, en un hostal de algún algún lugar perdido en la Tierra charlando para dar al día siguiente una lectura, como tantas y tantas que en tantos sitios dimos, pero al final, nublado por mis propias tormentas, me subí a la furgo y en Sopeña, como un ánima en pena, me presenté... El plan, como todos con Carlos, no podía ser más tentador para salir de mi pozo: ir en pleno invierno a la Reserva del Pardomino para ver en unas cámaras ocultas en el corazón bosque si había tomas de lobos de cara a uno de sus documentales... Aunque durante el camino me asaltaron, después de ver las noticias en la prensa de ayer, todo tipo de fantasmas y espectros, y en especial uno en concreto: el de Modigliani en Los amantes de Montparnasse (una película que, por cierto, David admiraba y de la que hablamos docenas veces), ya en sus últimas horas agonizando en las calles, y su tratante de arte (magistralmente interpretado por un repulsivo Lino Ventura) siguiendo como un buitre sus pasos y esperando su muerte, para ir luego a casa de su amante, Jeanne Ebuterne, a malcomprarle sus cuadros antes de que su cotización en el mercado se centuplicara... Eso, esa imagen rondando como una pesadilla sobre mi cabeza durante el camino a Sopeña, y tantas otras cosas que había estado hablando con mi chica ayer -que pronto las biografías, las antologías y la especulación-, hasta que llegué al fin a la casa de Carlos y volvió a correr la sangre en mis venas: los bosques nevados, las cumbres gigantescas a lo lejos, las enseñanzas de Don Juan de nuevo, la ascensión sobre el hielo en raquetas, el aire puro del monte, y al final, sí, las cámaras ocultas entre los matorrales, varias tomas vacías, y de repente los lobos: ahí estaban, una pareja de amantes atravesando feroces y altivos la senda, ajenos al mundo, libres y auténticos, delante de nuestros iluminados ojos... Y volví a pensar de nuevo en David, pero esta vez, bajo los tímidos copos de una nevada incipiente, de muy distinta manera: como siempre le vi y percibí, innegociable e indómito, un lobito bueno al que maltrataron todos los corderos, noble en un bosque de fieras, incapaz de integrarse entre las bestias... Pura catarsis para mí en un día así, que le debo a mi colega Carlos, esa forma de cambiar mi punto de encaje, como nos enseñó Castaneda, ese modo de volver sobre la nieve a ver a David: Milagro de la Rosa...
Vicente Muñoz Álvarez
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