lunes, 19 de enero de 2009

ÁRBOLES CON SUEÑO. NACHO ABAD


La dentadura perfecta de la periodista me hace pensar en lo difícil que es encontrar ciertas metáforas, dar al texto la plasticidad necesaria. Pensé en no ir hoy por la mañana. Había salido por la noche y me apetecía más bien poco madrugar. Además, el tema del programa no me atraía lo más mínimo. Era algo así como escritores de fuera en Madrid. Quiero decir, que tenía un título que apestaba a provincianismo. Llegué puntual, por lo cual me hicieron esperar. Al rato fueron llegando los otros colegas. Ya dentro del estudio, frente a los micrófonos no tardó en salir el discurso de siempre, la retahíla de los que no son leídos, las oraciones de tertulia de escritores de medio pelo: la culpa de todo es de editores, distribuidores, libreros, críticos, topógrafos. Fuego cruzado. Y yo, claro, callado. Aburrido. Porque últimamente me faltan las palabras a la vez que las ganas. Pero casi al acabar la locutora me mira. En sus ojos negros aún flotan los residuos del sueño. Su boca sonríe tras el micrófono cromado que la oculta –si digo que sonríe es por que lo intuyo, claro, en el tono de su voz. Así es la radio-. Con un gesto me invita. Y yo le digo que la culpa de todo la tienen los árboles del parque, las cervecerías irlandesas y los restaurantes italianos. La culpa es de los teléfonos móviles, de los mensajes de texto, de las botas negras de mujer. Y que estamos llenos de lágrimas, que cristalizan en el corazón redondas, como gotas de mercurio. Que nos horadan. Que parecemos la carrocería del coche de los malos, como un colador tras el tiroteo. Que todo lo que hacemos nos derrota. Que todo nos cansa, nos aburre, nos harta. La tristeza es un bisturí por dentro de tórax, una mujer que ve por vez primera nevar, un semáforo en ámbar. Entonces la periodista me interrumpe porque tiene que dar paso a la publicidad. Se levanta. Nos mira. Me mira. Por fin veo su sonrisa entera. El rostro. La sonrisa. Ahora tengo que irme a trabajar. Aun sin metáfora, sin boca, sin tiempo. Ah, la tristeza.

Extraído del blog Beatitud de Nacho Abad. 

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