viernes, 16 de enero de 2009

La virgen puta. Capítulo 15: Aníbal el caníbal visita la morgue (fragmento)


Habíamos rodeado por completo el edificio. Tras él se extendía un descampado oscuro y embarrado. Una cuesta de cemento lo unía con el depósito, con una puerta trasera, y desde el pequeño porche que cubría ésta asomaba de vez en cuando una retorcida y ambarina lengua de fuego, iluminando el lodo endurecido y plateado por el frío de la noche y en el cielo los jirones oscuros de humo que escupía una chimenea. El olor a chamusquina provenía de ella y allí resultaba especialmente intenso.
Picio se había adelantado unos metros y sacaba fotos a quienes se calentaban al calor de la hoguera en el porche.
-Felisín, ven- susurró, y me hizo gestos para que me acercara sigilosamente.
Alrededor de un tonel metálico en el que ardían periódicos viejos y bolsas de basura varios vagabundos sostenían sobre el fuego, pinchados en palos de madera, trozos de carne. Eran media docena, todos hombres y su aspecto resultaba salvaje y a la vez repulsivo. Incluso entre los vagabundos había clases y aquellos constituían la más ínfima. Pieles ennegrecidas por la roña, los cardenales, los sabañones, las marañas de venitas palpitando vino peleón...; dientes amarillos, marrones, como el teclado de un piano viejo arrojado a un vertedero; manos trémulas aguijoneadas por chutonas de cuarta mano; cuerpos escuchimizados, mal alimentados, con enormes barrigas rellenas de aire, de espuma de cerveza, de sangre...; mentes enloquecidas, mareas negras de neuronas, pobladas por tupidas selvas grises de plantas muertas... ratas salidas de las cloacas, de lo más profundo de las barriadas chabolistas del sur de Jamerdana, allá donde no llegaban las luces de la ciudad, ni las miradas de sus habitantes, ni siquiera las de sus verdugos, la policía, que no necesitaba entrar a sus agujeros, sólo esperar a que el hambre, el aburrimiento, la locura, los hiciera salir y activar la trampa fatal.
Aquello, en definitiva, fue como asomarse al infierno. Incluso había uno de los vagabundos que parecía la encarnación del mismo diablo, un enano con el pelo revuelto (llevaba dos mechoncitos sujetos con un par de horquillas a cada lado de la cabeza, como cuernecitos), la cara de color rojo y que no paraba de eructar. Nosotros nos encontrábamos a unos veinte metros pero incluso hasta allí llegaban las vaharadas mefíticas de su aliento, hediendo a ajo, a colillas recogidas en las aceras, a lefa corrompida... No pude evitar imaginármelo chupándosela a un sifilítico, lamiéndole los chancros purulentos, y tal vez por eso no tuve que vomitar cuando se llevó el trozo de carne que calentaba en el fuego a la boca y comprobé que se trataba de ¡UNA PANTORRILLA HUMANA! Sólo sentí cómo me roían los pezones el horror de los instintos humanos más crueles, el hombre devorando al hombre, aquella maldita ciudad, en la que te podías columpiar del infierno al cielo sin notar la diferencia, aquel demonio chuperreteando una tibia y los empleados de las funerarias encargando por el teléfono móvil una lápida de mármol... ¿Quiénes eran los verdaderos carroñeros?

Patxi Irurzun

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