…envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.
Jaime Gil de Biedma
DICEN QUE GENET ESTÁ ENTERRADO EN LARACHE, peinando con su sarpullido de gusanos famélicos el remoloneo de falda húmeda del oleaje atlántico. Dicen que su tumba observa, agazapada tras su empalizada de tierra removida, ese sendero que, de poderse caminar sin desfallecimiento, nos llevaría hasta La Meca, a pesar de hallarse establecida aquélla, su última morada, en un cementerio español, cristiano para más inri. Creo que así, de esta manera, quiso Genet hacer con su muerte lo que con la vida había perpetrado desde joven: subvertirla, pervertirla, ofenderla contrariando su oropel de bondades con el súbito navajazo de la mezquindad, la traición y el crimen.
Paseo las avenidas de marisma y viento de Larache, sucumbiendo a las proposiciones deshonestas del pescado en freiduría y pretendiendo hallarlas en el ovillo de kohl que envuelve las pupilas de tantas jóvenes que retuercen el adoquinado con su paso de amazona cautelosa. Acompañan mi deambular los amigos que ya no tengo, el dócil rebaño de la farsa contaminada de cotidiano intercambio, aquellos que decidieron despreocuparse de mis preocupaciones desde que puse tierra de por medio. No les culpo, les comprendo, yo tampoco pienso mucho en ellos, por más que se empeñen en acecharme detrás de cada esquina, proyectando su sombra de traición tenue en la pared encalada de cualquier desastrada vivienda.
Éramos intrépidos, cuando jóvenes. Jugábamos a la fraternidad desconociendo su reglamento de sacrificio y latido. Amigo, pescado bueno, barato, mejor de todo Larache, y no entiendo por qué el joven marroquí que desgarra su rostro con tan exagerada sonrisa conoce mi nacionalidad sin haberme siquiera escuchado pronunciar palabra. Marketing lo llamaban allá, cuando debiesen decir mercadotecnia. Marketing es lo que estudiaban muchos de mis amigos, para mejor vender los productos que les diesen de comer, para mejor vender su alma y su futuro al mejor postor. Y hoy, mientras Larache me atraviesa con sus ráfagas de sal y oleaje, alcanzan mi memoria vuestros balances de ingresos en los que, tras ardua revisión, lo lamento, no logro encontrar mi abrazo. Sardinas, ese es el pescado bueno, barato, mejor de todo Larache, ahora ya sin necesidad de repetir el amigo, sardinas ni más ni menos, crepitando su disfraz de escamas sobre las brasas de una parrilla que ha visto siglos y conocido batallas, como aquella en que los portugueses y los españoles se disputaban estas costas que hoy me susurran húmedas palabras de amor traicionado.
1471, asedio de las tropas portuguesas pretendiendo expandir a la ciudad su dominio sobre Tánger y Asilah… 1820, sanguinolento bombardeo austríaco con afanes de conquista… 1911, ataque de ejércitos españoles que logran (buen provecho, yo prefiero las sardinas) arrebatar a sus ciudadanos identidad y nación… 1968, Jean Genet conoce a Mohamed Chukri en Tánger, la vida del autor francés comienza a enredarse en el jeroglífico amable de las calles de la medina, tras su regreso de la batalla incompleta de la traición y el duelo, después de haber paseado Palestina, los territorios ocupados, la América negra de los Panteras ídem, la intifada agria del crimen y el suburbio, aquí, allá, en la cárcel o en el puerto, y dicen que dormía en la estación de autobuses, en la calle, en el hamán incluso, despreocupado por el parecer al respecto de aquellos que le rodeaban arremangando chilaba para saltar los charcos con que la mar atlántica recompone el trazado urbano.
Jean Genet: hizo del crimen gloria poética, y del abandono guarida confortable. Jean Genet: traición fue su apellido aunque su madre, prostituta, le hubiese deseado otro. Jean Genet: Belleza era su nombre y David Bowie lo sabía mientras componía Jean Genie y decoloraba en purpurina su sonrisa de efebo homo ansioso por conquistar el mundo.
Comprendo, hoy, al genio francés de las letras y la vida al límite. Comprendo, hoy, al pasear las calles de Larache, al ascender sus atalayas de salitre, que tras la traición amparase los ejércitos de tinta y latido de su prosa inextinguible. Traicionar al amigo para morder la vida y reconocerla amarga. Pasear Larache para descubrir que los antaño feligreses de tus conversaciones de copa tardía y amanecer borracho sólo eran muescas en el afilado cuchillo de los días. Venir a perderte en Larache, buscando la tumba de Genet, y recordar que perdiste la amistad y el abrazo en un beso traicionero disfrazado de fraternidad equívoca.
Que la vida iba en serio, uno lo empieza a comprender más tarde, decía el poeta. Y en este falso crepúsculo de las avenidas del Magreb Atlántico, uno comprende, al fin, por qué Jean Genet acaricia larvas, aquí en Larache, con la misma quietud impasible con que besaba a los amigos que a lo largo y ancho de este mundo tuvieron la suerte de compartir su presencia.
Pablo Cerezal, en Red Marruecos.
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