domingo, 16 de agosto de 2009

ESTELA DE PABLO ANTOÑANA. Miguel Sánchez-Ostiz


ESTE está siendo un año de muertes que de una forma o de otra me afectan, alguna de ellas mucho. Esta mañana, hace un rato, me han avisado de que ha muerto Pablo Antoñana, a quien siempre he tenido por un gran escritor, en tiempos fáciles y difíciles, un escritor sin la suerte y el reconocimiento que se merecía, pero poseedor de un mundo literario propio, hondo, poderoso, muy suyo (aunque para explicarlo se haya recurrido de manera poco arriesgada a Faulkner y a Benet), expresado con un prosa intensa, de léxico muy rico y de un lirismo y un poder de evocación único; y una capacidad de dar voz a los sin voz, a los perdedores de todas las guerras y de todas las aventuras. En su obra se advierte una envidiable identidad entre su mundo literario y su mundo interior, que se fue ensombreciendo con los años, los reveses, las puertas cerradas, aunque los nubarrones quedaran rotos de cuando en cuando por el destello de un humor feroz y a la vez entrañable.


En los años sesenta y setenta, sus colaboraciones dominicales en el periódico navarro de los infames (Carmen Baroja dixit), eran un ejemplo de calidad literaria y una de mis lecturas favoritas. Recortaba entonces aquellos artículos de la larga serie “Las tierras y los hombres”, que ahora he repasado y he rescatado ese que habla de él, cuando era un hombre joven.


Recuerdo con emoción el día que me lo presentaron, en una librería de Pamplona ya desaparecida, y el regalo que me hicieron: un ejemplar de No estamos solos (1963). No era fácil encontrar sus obras de entonces El sumario, El aguilucho, El capitán Cassou o La cuerda rota (finalista del Nadal de 1962), que tardaría años en publicarse.


A Antoñana le precedía el prestigio, la fama de apartamiento (forzoso: era secretario de ayuntamiento) y la existencia de una obra que, al margen de los artículos, resultaba fantasmal hasta que Txema Aranaz, de Pamiela, empezó a editar su obra en los primeros ochenta. Pablo Antoñana, al margen de autor de páginas literarias memorables, con carlistas o sin carlistas de por medio, con requetés y falanges del 36, con pólvora, tierra, furia, perdedores, aventureros, ha sido, ante todo, un hombre decente, que en tiempos de desvergüenza equivale a un título, leal a sus propias ideas, irreductible, inconformista, cuando el ejercer de tal le costaba el favor de los poderosos de turno; un escritor independiente, enraizado de manera profunda en una tierra, la navarra, de enconadas y a veces feroces banderías, que sabía que el precio de la independencia era la soledad.


Fue tratado de manera injusta, poco generosa, y alguno de sus libros, como Noticias de la tercera guerra carlista, no le trajeron más que sinsabores. Su independencia molestaba. Molestaba a los triunfadores de chichinabo, a los columnistas del marujeo bobo madrileño que le negaron expresamente su apoyo a la candidatura del Premio Príncipe de Viana de la Cultura, a la gentelmundolacultura, a los modernos, a los jolderlines forales que nunca escribieron ni escribirán ni una línea, a quienes viven en le mejor de los mundos posibles porque si aplaudes, cobras... Molestaba. Su presencia, sus viñetas, sus crónicas menudas de una tierra en la que no gustan los disidentes, molestaban o cuando menos afeaban el paisaje.


Antoñana se tomó muy en serio su oficio de escritor. Ahí están conferencias como Escritor tierra, de 1977, y esa joya de Memoria, divagación, periodismo (1996). Sabía de qué hablaba cuando escribía Relato cruento, una gran novela breve en torno a episodios de barbarie de la tercera guerra carlista y de la que él llamaba la cuarta, la del 36.


Hoy, Pablo Antoñana, de gris, camisa blanca sin corbata, con su boina y uno de sus últimos libros entre las manos, el titulado de manera muy hermosa Escrito en silencio, ya ido, humilde y elegante en las formas y alentado en sus páginas por el legítimo orgullo de quien cree mucho en lo que hace, me ha recordado un jinete de verdad solitario a quien solo la muerte ha sido capaz de desmontar, caballero en un mundo de tramposos, que deja el regalo de una obra literaria cuyo viaje, más de cuarenta años después de haberme asomado por primera vez a ella, vale la pena. Ha envejecido bien.

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