martes, 16 de diciembre de 2008

PURO BÉRTOLO(y II)


— ... O lo que realmente emociona.

— La emoción es un concepto absolutamente variable. La emoción es un valor estético desde el romanticismo. ¿Por qué se enfrenta la emoción a la inteligencia? ¿Qué tipo de emoción? ¿La de los culebrones? ¿La emoción de quién? Aquí siempre se ha dicho que la emoción de los exquisitos, la emoción que llamamos vida interior. Es un concepto completamente subjetivo y difícil. Implica una forma complaciente de estar en el mundo, con algún riesgo para que sea más entretenido: disquisiciones o malestares de clase acomodada, en la que no incluyo sólo a la clase social, sino también a la profesional. Éste es un país donde el nivel de autocomplacencia en las capas que tienen posibilidades de hablar es muy alto. No olvidemos que aquella generación que quería otro discurso es hoy una generación bastante bien instalada desde el punto de vista material. Todavía me sorprende que hayas tantas novelas de perdedores. Porque nadie ha contado la historia de esta generación que, se quiera o no, es de ganadores. Hay muchos escritores que han normalizado su relación con el mercado y por lo tanto están cobrando cantidades muy importantes, y sin embargo siguen fomentando en sus novelas la estética del perdedor, la estética tópica y típica, arquetípica y nostálgica. Curiosamente, esta generación quiere perder y ganar al mismo tiempo. Desde casa propia, y si puede ser con chimenea mejor, gozar de lo exquisito que es sentirse unido a los fracasados.

— ¿No crees que derrota o victoria también se pueden considerar desde criterios que no sólo sean económicos?

— Sí, claro, pero sin olvidarlos, porque ésta era una generación que se decía materialista. No vaya a ser que ahora la derrota sea un lujo, un espacio espiritual. La derrota como espacio espiritual me parece una concepción de un cinismo profundo. Derrotados, pero con una buena chaqueta. ¿Qué existen otro tipo de derrotas? Sí, es verdad, son aquellas que nos gustan mucho una vez que tenemos garantizado el acomodo material. Es desde ese acomodo que leemos todas las novelas negras del mundo, uno de los filones predominantes de la narrativa española en este momento. Mala, desde mi punto de vista. El otro es la pérdida de pudor que se presenta como un acto de valor cuando no deja de ser puro exhibicionismo comercial. Cuento lo mucho o poco que fornico, bebo, me drogo, me opongo a mis padres, me desgarro, me siento triste o alegre…

— ¿La novela, como dijo Mendoza, perece?

— Mendoza no ha hablado de la muerte de la novela. Lo que vino a decir es que el tipo de novela dominante en los últimos tiempos, el thriller costumbrista o metaliterario que uno lee cómodamente en el sofá, está agotado. Este tipo de novela lo hemos leído setecientas veces. Unos la hacen de una forma y otros de otra: desde crímenes en plan dramático, incluso en plan televisivo en plan Nieves Herrero, a novelas intelectuales, con vida interior, de alguien que va a Venecia, se encuentra con un crimen, investiga… Es algo que leo continuamente. Esto no sólo pasa en España. A la editorial llegan continuamente informes americanos o ingleses que todo lo que proponen son thrillers, o autores de origen hispanoamericano que te cuentan la tragedia de su vida. Son los dos discursos dominantes que llegan como propuestas narrativas del extranjero. Me parece bastante triste.
Volviendo al tema de la calidad, una novela debe construirse con rigor, que yo equiparo a honestidad. Que no falsifique. Si sale un personaje, que nos den los datos suficientes para poder juzgarlo. Si se habla de una relación de pareja, que nos den los datos para poder juzgarla. Si se habla de corrupción, que nos digan, por ejemplo, cómo la gente se corrompe por llegar a tener una casa. Que no me seduzcan, que me den los datos para opinar y convencerme. Toda novela lleva una pretensión de verdad, pero la narrativa es un arma delicada porque no hay forma de contrastarla. Por otra parte, sería bueno que la narrativa intentara modificar la autocomplacencia en que ha caído la sociedad y mostrara la pugna de intereses que hoy están dulcificados, no que lo lamente o que haga moralina sentimental de izquierdas. Me gustaría que la literatura me explicara las tensiones que están el núcleo de los conflictos, no en los márgenes. No obstante, la impresión global que se tiene es que la literatura española va muy bien porque hay veinte autores que venden mucho y viven de ello. ¿Es esto un criterio para delimitar si esto va bien? Que alguien se pregunte cuántas novelas considera imprescindibles de las que han salido en los últimos 25 años, y que intente buscar seis.

— ¿Cuáles serían esas seis novelas?

— Si tuviera que nombrarlas, más que de novelas imprescindibles hablaría de novelas significativas y empezaría con La verdad del caso Savolta, novela importante por lo que estaba demostrando de síntoma. Cuando salió todo el mundo pensó que era una renovación de la novela social, y lo que sucedía era que la estética de novela social venía dada por la presencia en el foco de anarquistas, empresarios, trabajadores… Pero aquella no era una novela construida para preguntarse por aquella historia sino para disfrutar con ella en el sentido de la intriga, en el sentido policíaco. Era una novela con clara estructura de investigación. Y representó el anuncio de lo que iban a hacer los autores españoles: novelas narrativas, en las que la intriga, o incluso el suspense, invita a los lectores a descubrir un misterio. Por el hecho de ser la primera con fuerza, y por recoger tantos elementos de aquel campo anterior llamado realista, es una novela imprescindible.
También me parece significativa Bélver Yin, más allá de que uno juzgue si es buena o no. Bélver Yin decía: salgamos de la angustia de la derrota y divirtámonos un poco, veamos que el mundo puede ser un lugar agradable donde pasan historias bonitas, interesantes y cinematográficas.
Beatus Ille es otra referencia porque recoge una sensibilidad que se está produciendo, y es que las Guerra Civil deja de ser el lugar del antagonismo para convertirse en mito cultural recuperable como paisaje estético, con crimen por el medio, claro está. Tampoco en este caso hablo de calidades, aunque me parece la mejor novela de Muñoz Molina.
Otra novela importante es El desorden de tu nombre, de Millás. En esa novela, el protagonista ya no quiere ser alguien dentro de la comunidad, ya no quiere un proyecto público, sino uno privado. Ya no quiere establecerse en el mundo a través de su trabajo, sino de la escritura, una escritura de pasión en que la novela se escribe sola. La novela termina con este personaje que vuelve a casa y oye al obrero cantando La Internacional. La Internacional ya forma parte de un paisaje que nada tiene que ver con nosotros. La privacidad de aquel grupo ya es la privacidad del éxito individual.
El núcleo referencial de la nueva narrativa se cierra cuando se publica Una comedia ligera, de Mendoza. Se puede decir: Nueva Narrativa Española, 1975-1996: Una comedia ligera. Ahí están todos los referentes. La novela pastiche, la novela con trama, la novela de género, la novela de zarzuela. Hay autores que se han mantenido al margen, como Guelbenzu, Gándara y sobre todo Álvaro Pombo, que ha estado en ese grupo y sin embargo ha tenido un proyecto personal y de investigación de palabras importantes, que es una de las funciones de la literatura, investigar cuál es el contenido real de las palabras con las que nos engañamos, como lealtad, amor, familia, bondad…

— Hace poco, en esta revista, Casavella, Silva y Perejil se quejaban de la debilidad de la tradición narrativa española.

— La tradición española no es muy brillante. Si uno se va hacia atrás encuentra parte de Galdós, una obra de Clarín, otra de Valera y poco más. También es cierto que algunas veces se carece de maestros por pereza o por ignorancia. El problema añadido es que todo un cuerpo de la narrativa española anterior, el realismo social, fue absolutamente despreciado bajo el rótulo Generación de la Berza. En los años 50 existió un proyecto colectivo de literatura como voz que quería hablar a una comunidad. El proyecto fracasó pero es de las pocas veces que en la literatura española se produce una conexión entre los escritores y el público, entendiendo por éste a aquellos que leen con cierta sensación de que forman parte de algo. Eso también ocurrió con la generación de Galdós, que hablaba para aquellos que tenían un proyecto liberal de España. El único proyecto actual es el del plan de pensiones privado. Y mientras, gozar lo más posible.

— ¿Dónde sitúas a Juan Benet?

— Es un personaje clave, porque es el que rompe la conexión entre los escritores realistas y el público. Lo que él viene a decir es: “Estáis escribiendo para alguien que no os oye”. Esta generación realista partía de un presupuesto arriesgado al intentar dar voz a los que no podían hablar debido a la Guerra Civil, con lo que podía caer fácilmente en el paternalismo. Sin embargo, la sociedad española se estaba despolitizando y transformando. La gente ya no vivía con una sensación de sojuzgamiento porque se había abierto otra dinámica a partir del desarrollismo. Y llega Benet y dice: “¿Con qué legitimidad estáis hablando?” Estoy absolutamente en contra de la propuesta que él hace de la visión del mundo, pero acierta al decir: esto lo voy a contar tocando bien la Guerra Civil, el núcleo de lo que ha pasado. Reconvierte el enfrentamiento de clases en una lucha entre Caín y Abel. Despolitiza la guerra, acaba con una legitimidad pero no consigue instalar una nueva. Él dice que la única fuente de legitimidad del autor es la propia literatura, la define y dice que ya no es Galdós, es James y Faulkner. Y su discurso prevaleció frente al de Isaac Montero.

— Fuiste el primer editor de Ray Loriga en una colección de jóvenes narradores. ¿Cómo evalúas la generación de Loriga?

— Cuando me llegó el manuscrito aprecié dos cosas: una, el valor del discurso literario. Era una novela que acertaba en la descripción del narrador protagonista. Un narrador que podía tener entre 16 y 22 años, que rozaba el retraso mental pero que se enfrentaba a la realidad desde esta distorsión. Y lo más relevante: por primera vez tomaba la palabra una juventud que no era la del 68 y cuyo discurso ya no tenía los mismos imaginarios ni las mismas preocupaciones. Esta generación empieza a tomar la palabra y curiosamente interesa. Detrás de Loriga viene Mañas, que consiguió un éxito comercial muy importante, y después Pedro Maestre. Pienso también que esta generación nos ha dado muy poco, nos han contado el costumbrismo de lo que hacen, una especie de existencialismo costumbrista, pero no han tratado de explicar por qué hacen lo que hacen o quién hace que hagamos esto. Está la habilidad pero no la inteligencia narrativa. A su lado hay otro grupo de jóvenes que sí han abordado el tema narrativo con una entidad lingüística mayor. No me refiero a Prada, porque lo suyo es una entidad lingüística diferente, que entronca con el casticismo español. Me refiero a autores como Miñana, González Sáenz y otros que por decoro personal prefiero no nombrar y que como no están trabajando discursos directamente consumibles, no forman parte de los noticiarios publicitarios que hoy llamamos suplementos culturales.

— No hace mucho Vargas Llosa acusó a periódicos, suplementos y revistas de ser meros canales terminales de las editoriales. ¿Puedes ahondar en eso?

— Los responsables de los periódicos dicen: hay que estar al día, hay que seguir la actualidad, hay que hacer periodismo. Los medios son los responsables de los discursos críticos y han aceptado el discurso dominante, que es lo que más vende. No es verdad que los suplementos estén provocando el éxito de algunos y el fracaso de otros. Los suplementos hablan de lo que antes ha hablado ya el mercado, que está interferido por el marketing. Un ejemplo: hace diez años una librería armaba su escaparate el lunes según el suplemento literario de El País o del ABC. Hoy, los suplementos literarios arman su índice según las columnas de ventas de las librerías. Ahora el crítico ya no interviene, sólo constata, no vigila el discurso que se consume. Hace un tiempo alguien me llamó para hablarme de la paliza que La Vanguardia daba a la última novela de Lucía Etxebarría. Lo leo, y lo primero que veo es que está colocada en página impar a toda página y con una gran foto. Entonces me pregunto: ¿pero es que aquí la gente ya no sabe leer? Hay que volver a leer entre líneas, y en ese sentido estamos como en el franquismo. ¿Por qué pasa esto? Porque hay cosas que no se pueden decir; si las dices, no sales en colorín. El problema de la autocensura sigue funcionando y muy fuertemente. Hay que ver siempre con quién se mete uno, con quién no se puede meter y a qué se arriesga. Habría que volver al compromiso entendido no como una solidaridad complaciente sino como aquello que “compromete”. Tus intereses económicos o profesionales, en el sentido en que entendemos la frase de “no me comprometas”.

— ¿Los autores tienen poder?

— Lo que suele ocurrir es que ciertos autores suelen estar asociados con un poder importante. Conozco algún caso en que un autor de éxito se ha negado a que tal persona trabaje en tal empresa con la amenaza de abandonar la editorial. En la relación de la literatura y los grupos mediáticos en España hay dos asuntos excepcionales: la licencia de los premios y la existencia de una editorial ligada a un grupo hegemónico de comunicación. Eso hace que la lucha por el espacio comunicativo tenga un eco en el mundo editorial y literario.

— ¿Los libros que salen de los premios distorsionan el mundo literario?

— Una sociedad que necesita de los premios para que el público lea es una sociedad que tiene problemas de identidad graves. Es una sociedad que necesita del espectáculo, del escándalo o de la pompa para hacer algo que debería ser normal.

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