Un hombre que dice adiós
A nadie le convence su rostro estropeado
por las brumas agoreras del último invierno.
por las brumas agoreras del último invierno.
Nadie conversa con él de las muchachas desvestidas
y de los libros sin un porqué discernible.
Es el apestado que sobrevive a su propia
y profunda repulsión.
No hay otro procedimiento que verle llorar
cuando se esconde
al paso del amigo, después frota sus ojos
y sobrevendrá la noche.
Si quisiésemos podríamos golpearlo sin dolor,
con solo hacer burla de sus piernas que no existen
tampoco o con susurrarle al oído un nombre de niño
sofocado, y ya estaría en nuestro poder su vida.
Es el enfermo que sonríe pues algo macera su corazón
y lo extenúa, lo mismo que una contienda exagerada
con el desangelado dragón de la memoria.
Si pudiese ofrecernos su explicación nos hablaría
de países que limitan al norte
con su sangre, de la Tejera
y Ceide, de los muertos que se le han adelantado
en ese tranvía casi fantasma que toman los adivinos
para mejor destruirlo todo cuando vienen.
No grita su pesar, únicamente dice adiós
a quien merodea su desidia,
se levanta entre pausas y murmura
un nombre: M. bañado en lágrimas.
Sin embargo no desea nada, ni el abandono
que es justo y acertado buscar al final de un viaje,
ni los labios más rojos que el amor ha dibujado
una tarde para él, sin vergüenza y sin el inmundo
oficio de los cuerpos.
Es el personaje que tose desde su silla
ensangrentada y tiene mucho, mucho, mucho frío.
Nos ha mirado con pena y nos señala
por casualidad las flores.
Aléjate del fuego
Sin ninguna piedad, como se desviste
al enfermo y es amarga la sed y tiene color
su boca de inminente y trágico peligro,
así rememorarías aquellos años de jugar tú solo
al borde del fangal, al borde de una imagen
con hogueras y humo azul para las lágrimas.
Debiste proteger mejor tu cuerpo entonces.
Hoy ya es tarde para deambular a ciegas
los lugares que dispuso la rutina ante tus ojos.
Mírate si no, esta edad no puede ser la tuya,
ni el amigo que ayer asesinaron, tan poca cosa,
y que nunca más verás no siendo en tu corazón,
cuando lo sueñes, y sea una batalla
sin sangre tu corazón de niño turbio.
Como si todo hubiera terminado,
ahora que comienzas a recordar su nombre
y no hay razón para haberlo escrito en los tabiques.
De aquel tiempo te queda una tormenta
que pasó y pasó y borró las nubes
Gritos
Hasta la hora apropiada que sea él quien reiteradamente dicte el poema con su cándido susurro y su vorágine. A medida que transcurre se apacigua el jadeo, se aleja de cada prenda como en el juego de la infancia: allí están atravesados sus pechos, la cumbre de su vida que crece sin detenerse jamás. No toques la brújula, vierte dentro de ella la sal que la corrompe. Escupe, mi amor, soy ciega desde que tú me has elegido. Lodo y ansiedad y chicles de clorofila y un sinfín de ternura. Así de deprisa cabalga sobre él o le ha roto alguna certeza, estoy seguro, huye sin mí, no me abandones. Légamo y más y más palabras. Se proponen frases grasientas que no han de ser censuradas, es culpa del que no ha venido, no es culpa suya el no haber acudido hoy a la cita. A partir de este momento se paralizan sus percepciones, no habrá más caricias. La lengua es la del otro que besa e intercede por ti. No son tontadas. Baja la voz.
Un hombre que dice (otra vez) adiós
I
Nunca la indiferencia para quien nos ha conducido
de su mano fiel al final de la vida.
Nos ha argumentado que solo en esta barbarie
seremos felices, nos enjuga el sudor
de la fiebre y arroja nuestros ojos
lejos, muy lejos de aquí.
El verdadero lugar
donde rompen su espuma las olas.
II
Es el que no ha soñado tanto como para decir
apártate de mi lado pues huele fatal mi cuerpo,
me sabe mal la boca, a lumbre y a subterfugios
de la noche como quemazón y violencia
y sucios dientes clavados
en el manto deshilachado de la vida.
Es el hombre que no esperábamos ver jamás,
rendido en su jergón lo mismo que un guiñapo,
desnudo entre su vómito
y su nube blanca repleta de amargura.
De esta madrugada no pasará, nos garantiza ella.
O es que, por el contrario, equivoca su risa
desencajada en un montón de ropa vieja de hospital
donde nadie oye.
Es muy vil su rostro, presenta temblores y afuera luce
un sol hermoso que tampoco es el suyo.
Qué nos importa este hombre que ensordece
con su grito, y nos invaden sentimientos
de despecho hacia cuanto lo nombra en su inanición.
Apenas si expresa algo más
que un pasado espantoso,
no merecemos volver a mirarlo, no merecemos volver.
Y sin embargo parece mentira
este cuerpo que nos hace guiños oscuros.
Luis Miguel Rabanal, de Postrimerías (Eolas Ediciones, 2024)
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