martes, 17 de diciembre de 2024

POSTRIMERÍAS: Luis Miguel Rabanal.




Un hombre que dice adiós 

A nadie le convence su rostro estropeado
por las brumas agoreras del último invierno. 
Nadie conversa con él de las muchachas desvestidas
y de los libros sin un porqué discernible. 
Es el apestado que sobrevive a su propia 
y profunda repulsión. 

No hay otro procedimiento que verle llorar 
cuando se esconde
al paso del amigo, después frota sus ojos 
y sobrevendrá la noche. 
Si quisiésemos podríamos golpearlo sin dolor,
con solo hacer burla de sus piernas que no existen 
tampoco o con susurrarle al oído un nombre de niño 
sofocado, y ya estaría en nuestro poder su vida. 
Es el enfermo que sonríe pues algo macera su corazón
y lo extenúa, lo mismo que una contienda exagerada 
con el desangelado dragón de la memoria. 
Si pudiese ofrecernos su explicación nos hablaría 
de países que limitan al norte 
con su sangre, de la Tejera 
y Ceide, de los muertos que se le han adelantado 
en ese tranvía casi fantasma que toman los adivinos
para mejor destruirlo todo cuando vienen.

No grita su pesar, únicamente dice adiós 
a quien merodea su desidia, 
se levanta entre pausas y murmura 
un nombre: M. bañado en lágrimas. 
Sin embargo no desea nada, ni el abandono 
que es justo y acertado buscar al final de un viaje, 
ni los labios más rojos que el amor ha dibujado 
una tarde para él, sin vergüenza y sin el inmundo 
oficio de los cuerpos. 

Es el personaje que tose desde su silla 
ensangrentada y tiene mucho, mucho, mucho frío. 
Nos ha mirado con pena y nos señala 
por casualidad las flores.


Aléjate del fuego 

Sin ninguna piedad, como se desviste 
al enfermo y es amarga la sed y tiene color 
su boca de inminente y trágico peligro, 
así rememorarías aquellos años de jugar tú solo 
al borde del fangal, al borde de una imagen 
con hogueras y humo azul para las lágrimas. 
Debiste proteger mejor tu cuerpo entonces. 
Hoy ya es tarde para deambular a ciegas
los lugares que dispuso la rutina ante tus ojos. 
Mírate si no, esta edad no puede ser la tuya,
ni el amigo que ayer asesinaron, tan poca cosa, 
y que nunca más verás no siendo en tu corazón, 
cuando lo sueñes, y sea una batalla 
sin sangre tu corazón de niño turbio. 
Como si todo hubiera terminado, 
ahora que comienzas a recordar su nombre 
y no hay razón para haberlo escrito en los tabiques. 
De aquel tiempo te queda una tormenta 
que pasó y pasó y borró las nubes


Gritos 

Hasta la hora apropiada que sea él quien reiteradamente dicte el poema con su cándido susurro y su vorágine. A medida que transcurre se apacigua el jadeo, se aleja de cada prenda como en el juego de la infancia: allí están atravesados sus pechos, la cumbre de su vida que crece sin detenerse jamás. No toques la brújula, vierte dentro de ella la sal que la corrompe. Escupe, mi amor, soy ciega desde que tú me has elegido. Lodo y ansiedad y chicles de clorofila y un sinfín de ternura. Así de deprisa cabalga sobre él o le ha roto alguna certeza, estoy seguro, huye sin mí, no me abandones. Légamo y más y más palabras. Se proponen frases grasientas que no han de ser censuradas, es culpa del que no ha venido, no es culpa suya el no haber acudido hoy a la cita. A partir de este momento se paralizan sus percepciones, no habrá más caricias. La lengua es la del otro que besa e intercede por ti. No son tontadas. Baja la voz.


Un hombre que dice (otra vez) adiós 

I

Nunca la indiferencia para quien nos ha conducido 
de su mano fiel al final de la vida. 
Nos ha argumentado que solo en esta barbarie 
seremos felices, nos enjuga el sudor 
de la fiebre y arroja nuestros ojos 
lejos, muy lejos de aquí. 

El verdadero lugar 
donde rompen su espuma las olas.

 II

Es el que no ha soñado tanto como para decir 
apártate de mi lado pues huele fatal mi cuerpo, 
me sabe mal la boca, a lumbre y a subterfugios 
de la noche como quemazón y violencia 
y sucios dientes clavados 
en el manto deshilachado de la vida. 

Es el hombre que no esperábamos ver jamás, 
rendido en su jergón lo mismo que un guiñapo, 
desnudo entre su vómito 
y su nube blanca repleta de amargura. 
De esta madrugada no pasará, nos garantiza ella. 
O es que, por el contrario, equivoca su risa 
desencajada en un montón de ropa vieja de hospital 
donde nadie oye. 
Es muy vil su rostro, presenta temblores y afuera luce 
un sol hermoso que tampoco es el suyo. 
Qué nos importa este hombre que ensordece 
con su grito, y nos invaden sentimientos 
de despecho hacia cuanto lo nombra en su inanición. 
Apenas si expresa algo más 
que un pasado espantoso, 
no merecemos volver a mirarlo, no merecemos volver. 

Y sin embargo parece mentira 
este cuerpo que nos hace guiños oscuros.


Luis Miguel Rabanal, de Postrimerías (Eolas Ediciones, 2024)


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