El puente sobre el río Cúa
medirá unos cinco metrosen su punto más elevado.
Recuerdo la bronca tremenda
que me echó mi madre
el día que se enteró
que me andaba tirando desde ese puente,
desde esa altura,
al agua agradecida del Cúa.
Todavía no había cumplido diez años
porque aquello sucedió
en el verano de 1977.
Esa sensación eterna
de caída libre,
de lucha infructuosa
contra la ley de la gravedad
aliviada al entrar bien recto en el agua
que nos recibía
con toda su redentora densidad
bien preparada para el golpe:
libertad, por supuesto que irresponsable,
y con todo el riesgo inconsciente
que asumíamos sin plantearnos siquiera
la más leve posibilidad
de un contratiempo.
Nunca vi, por suerte, ni viví
ninguno grave;
algún que otro panzazo improcedente
y demasiado sonoro
que te dejaba la piel roja y dolorida
un buen rato. Sólo eso.
Y cuando íbamos de pie
siempre nos preguntábamos
los unos a los otros 《¿tocaste?》,
porque, a pesar de los más de tres metros de profundidad,
en numerosas ocasiones
nuestros pies
alcanzaban los cantos rodados
del fondo del río,
pero sin hacernos daño,
sin mancarnos, para ser justos y exactos con el lenguaje de aquí.
Y mi madre seguía riñéndome
casi a diario.
Y yo le prometía que no,
pero volvía siempre a ser que sí,
y al poco llegaba cualquier radio Macuto
al la peluquería de mi madre:
"Milita, José Luis se estuvo tirando desde el puente
con sus amigos"
Entonces llegaba yo del río con hambre,
entraba en la peluquería
a darle dos besos
antes de abalanzarme sobre el bocadillo
y ya veía yo la seriedad en su gesto.
"Ya hablaremos tú y yo en la cena".
Ahora hay un par de carteles
bien grandes
que indican a las claras que
"está terminantemente prohibido
saltar desde el puente".
La novedad de la norma impuesta
no impide que la chavalería
siga escalando el muro del puente
y lanzándose al agua desde todo lo alto.
Puede que quizá con más adrenalina,
que la transgresión
siempre ha dado más emoción
a los actos humanos,
sean estos responsables
o no.
Que bien lo sé yo.
José Yebra
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