martes, 13 de agosto de 2013
¿QUIÉN ES RAFAEL NARBONA?
Nací en un barrio acomodado, pero a los doce años ya era un criminal y estaba orgulloso de mis delitos. Había robado coches, había destrozado cabinas de teléfono, había participado en peleas tumultuarias, había escupido a la policía. Algo me empujaba a la violencia y no experimentaba ninguna clase de pesar o escrúpulo. La moral me parecía un invento de los curas y ni siquiera las lágrimas de mi pobre madre, que se desvivía por mí, frenaban mi tendencia a saltarme las leyes y apropiarme de lo ajeno. Mis robos y actos de vandalismo me costaron varias multas y condenas en un centro de menores. He de reconocer que allí aprendí muchas cosas. Al pisar la calle de nuevo, ya no era un pardillo, que se conformaba con pequeños hurtos. Por fin estaba preparado para cosas más serias.
No me ayudaba ser bajito, pero recuerdo dos incidentes que me libraron de cualquier complejo. En un bar, un idiota ofendió a un amigo que intentaba averiguar quién era el propietario de una pluma aparentemente extraviada. El propietario era un matón con un tatuaje en la mano. Era un dibujo hecho con tinta y aguja. El tatuaje de un ex presidiario. No era un fulano cualquiera. Por eso, actúe con rapidez. Apoyé el pulgar en el plumín y se lo hundí en el cuello. La sangre brotó de inmediato. Le tendí una zancadilla y cayó al suelo. Me arrodillé sobre su pecho, inmovilizándolo. Hundí el plumín una y otra vez, hasta perder la cuenta. El tipo lloriqueaba como una niña. Por el sonido, noté que se estaba ahogando en su propia sangre, pero eso no me detuvo. La rabia se había apoderado de mí y me sentía feliz. Perdí la noción del tiempo. Cuando nos marchamos, el matón gimoteaba sobre un charco de sangre y orina. Mis colegas me felicitaron. Algo más tarde, empecé a realizar ajustes de cuentas. Un tío duro de una banda rival cometió un robo en un burdel de carretera. Se llevó doscientas mil pesetas y mató a una chica. Los jefes, que eran los propietarios del burdel y de la chica, me pidieron que hiciera un escarmiento. Encontramos al tío duro y nos encerramos con él en una nave destartalada. Era un tío duro de verdad. Durante dos días, le hicimos de todo, hasta clavarle un picahielos en los huevos, pero no cantó. Queríamos saber el nombre de los que habían participado en el asalto. Nunca me ha faltado ingenio. Pensé que si le metíamos la cabeza en una prensa industrial, se cagaría en los pantalones. Sus sienes notaron el acero frío. Temblaba como una hoja, pero no se rendía. Nos mandó a tomar por culo. Yo hice girar el torniquete y le reventé un ojo. Gritó un par de nombres y nos pidió que lo matáramos. Un amigo se encargó de rebanarle el cuello. La verdad es que ese tipo me caía bien. Había aguantado como un hombre y no se había derrumbado hasta el final. Siempre es un orgullo cargarse a un tío con dos cojones. Si el rival te lo pone fácil, las cosas pierden gracia y tu reputación se resiente.
Los jefes estaban contentos conmigo. Yo soñaba con ocupar su lugar. No sospechaba que un rutinario control de carretera me enviaría al trullo. Al registrar el coche, dos picoletos encontraron una escopeta, dos pistolas y medio kilo de caballo. Me esposaron y me interrogaron en comisaría. Me dieron unas cuantas hostias, pero yo me reí en su cara. Ni siquiera cuando me patearon con saña dejé de soltar carcajadas. Pasé diez días en un calabozo. El tiempo necesario para que desaparecieran los hematomas y tuviera un aspecto presentable en la sala de juicios. El juez me condenó a diez años por tráfico de estupefacientes, resistencia a la autoridad y posesión ilícita de armas de fuego. Cuando entré en la cárcel, sentí la misma expectación que un estudiante en su primer año de universidad. Había pasado mucho tiempo fantaseando con ese momento y sabía que estaba preparado. Además, no estaba solo. Teníamos gente dentro, que me recibió con mucho respeto. Amigos con los que había pasado muy buenos ratos. Amigos con los que me había reído, hasta sentir que nada podría pararnos. Éramos grandes y teníamos estilo. No tardé en hacerme un hueco en la cárcel. Una pelea en las duchas agravó mi condena. Pinché a un capullo en los riñones, con un cepillo de dientes afilado hasta conseguir una punta letal. Hablaba mal de mí. Decía que era un ladrón de poca monta y que siempre tenía problemas con mis compañeros de chabolo. No podía consentir que me faltara el respeto. En el trullo, un hombre vale lo que vale su reputación. No lo maté de milagro. No voy a mentir a estas alturas. Disfruté cada vez que traspasaba la carne y salía un chorro de sangre. Me aplicaron el FIES 1. Una putada. Controlaban todo lo que hacía. Todas las noches me despertaban cada dos horas para registrar la celda. Me cambiaron de centro penitenciario en varias ocasiones. Comencé a leer para soportar las 22 horas que pasaba entre cuatro paredes inmundas. El aislamiento es muy jodido. Cada minuto parece inacabable. Sólo podía tener dos libros y una muda de ropa. No había muebles ni espejo. Siempre me ha gustado leer. Pedí que me trajeran algo de la biblioteca. El funcionario atendió mi petición, escogiendo los títulos al azar y, en este caso, el azar me fue propicio. Descubrí a Jean Genet, Burroughs, Maquiavelo, Nietzsche. Me gustaba la idea del superhombre. Yo me sentía un superhombre. Por otro lado, estaba enganchado al caballo y Burroughs me enseñó que se puede ser yonqui y poeta. Escribí mis primeras poesías sobre mis chutes y el placer de sentir el caballo golpeándote la cabeza con una estaca. El caballo me estaba jodiendo la vida, pero también me hacía sentir cosas alucinantes: euforia, tranquilidad, indiferencia por todo, paz interior. Sin embargo, no dejaba de perder peso, los dientes se caían uno tras otro, estaba estreñido y tenía callos en los dos brazos. Venas obstruidas tan largas como un lapicero nuevo. Me pinchaba en los tobillos, la ingle, los genitales, el cuello. Mis colegas se morían con la jeringuilla colgada del brazo. Yo estaba tan pillado que no pensaba ni en follar. La filosofía me salvó la vida. En régimen FIES 1, es casi imposible lograr caballo. Ni una puta micra. Los funcionarios se negaron a apuntarme en el programa de metadona. Cuando protesté, me ataron a la cama durante una semana. Pasé un mono terrible: escalofríos, náuseas, mareos, vómitos cada veinte minutos, insomnio, diarreas que me dejaban el esfínter anal estragado, una sed incontrolable, que no se apagaba con nada. Todo lo que bebía salía de mi cuerpo en el acto. No dejaba de lagrimear y sudar. Explotaba por cualquier chorrada. Mi irritación era incontenible, pero no podía hacer nada. Estaba atado, con las piernas manchadas por la orina y los excrementos.
Cuando el dolor y el malestar cedieron, sentí que me había convertido en un muñeco de trapo. No tenía fuerzas para nada. No me importaba nada. Después de esa crisis, vinieron las semanas donde el cuerpo ya se había acostumbrado a pasar de la heroína, pero no la mente, que me recordaba continuamente los chutes. Meterse caballo es una experiencia alucinante: sientes que no tienes cuerpo, que el placer se extiende por toda tu piel, que el mundo ya no puede herirte y que por fin has logrado el perfecto equilibrio entre tu mente y lo que hay fuera de ella. El mundo se pone a tus pies y las inquietudes desaparecen. Eres el puto amo. Estás en la cima y sientes que vuelas. La filosofía me ayudó a pasar el mono a pelo. Nietzsche velaba a mi lado, recordándome que la debilidad es la enfermedad de nuestra cultura. Salí del régimen FIES 1 a los cinco años. No me había reformado. Simplemente, estaba harto de problemas. Empecé a estudiar. Obtuve el título de bachillerato y la licenciatura. Salí del trullo, después de una década a la sombra. Sobreviví con trabajos cutres. Los antecedentes penales me cerraban todas las puertas. Tuve que conformarme con cualquier cosa. Fui reponedor, mensajero, albañil, pero en mis ratos libre seguía leyendo a Nietzsche, Bataille, Burroughs, que se convirtieron en una inagotable fuente de autoestima y superación. Pasaron diez años, no reincidí y pude solicitar mi expediente para destruirlo y empezar de cero. Volvía a ser un ciudadano honrado. Mi pasado había desaparecido por un desagüe. Tenía 38 años. No estaba orgulloso de mis fechorías. Juré que algún día lo contaría todo, comprobando qué amigos eran dignos de confianza y cuáles no. Considero que ha llegado ese momento.
Me presenté a las oposiciones de enseñanza secundaria y obtuve una plaza. En la exposición oral, logré la calificación más alta. Siempre he sido bueno dándole al pico. Una amiga me decía: “Eres la hostia. Dominas el castellano como pocos”. Nunca he olvidado ese comentario. Esas palabras de aliento me han llevado hasta aquí. Ahora estoy jubilado. Superé la adicción al caballo, pero no el trastorno bipolar. De hecho, creo que los picos contribuyeron a desarrollar esta puta enfermedad. ¿Tengo algo que decirles a mis antiguos alumnos? No voy a citar a los griegos, que hace 4.500 años ya se quejaban de la impertinencia de los jóvenes, pero sí me atrevo a afirmar que no hay generación que no adquiera la deplorable costumbre de poner a parir a los que vienen detrás. Desconfiad de todo el que haya cumplido treinta años. No hagáis caso de sus monsergas. Sin embargo, voy a cometer la temeridad de sugeriros unas cuantas cosas: no os dejéis intimidar, no os echéis atrás cuando las cosas se ponen difíciles. La adversidad es un poderoso estímulo. La enemistad nos obliga a ser exigentes con nosotros mismos. Si alguien te parte la cara, no descanses hasta devolver golpe por golpe. No evites al que te amenaza. Hazle saber que no vas a parar hasta que uno de los dos no pueda levantarse. Siempre hay que tener un recurso a mano, un argumento definitivo, que no permita réplicas ni discusiones. Lo importante no es tener razón. Lo importante es hacer callar a los necios. Sólo os pido que me recordéis con indulgencia. Hice lo que pude, pero tal vez no fue suficiente. Eso sí, evitad pareceros a vuestros profesores. Los profesores son gusanos burocráticos. No saben nada. ¡Ni siquiera soñar! Os lo dice el primer poeta de España. Y ya sabéis: con un arma siempre se llega más lejos que con una sonrisa. Eso es todo.
RAFAEL NARBONA
Extraído del blog del autor http://rafaelnarbona.es/?cat=6
(Y además de todo eso, Rafael Narbona, como habéis visto, es un grandísimo escritor)
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario