Foto: Diego Crespo. EFE
El enfoque de la foto y su vocación panorámica contribuyen a que la figura del compareciente resulte casi insignificante. De no ser por la enorme pantalla que se encarga de retransmitir su imagen en la zona superior, el perfil del compareciente prácticamente quedaría diluido en medio de la postal. Eso, y la luz crepuscular que tiñe la estampa, provocan en el que la contempla cierta sensación de aburrimiento, de tedio, de cansancio. Un aburrimiento que parece compartido por todos los oyentes que esa tarde –tiene que ser tarde, casi rayana en la noche, se palpa en el ambiente- han preferido hacer pellas y decantarse por otras ofertas más estimulantes. Y de esta forma la Asamblea General de la ONU parece más bien el Salón de Actos de un Rectorado a punto de echar el cierre. Entre la indiferente concurrencia (nótese que casi nadie del aforo parece mirar de frente al compareciente, la mayoría andan trajinando entre sus papeles) casi sorprende no encontrarse con la limpiadora de turno que viene a fregar el suelo a última hora de la tarde. Aunque más doloroso resulta pensar que el chiringuito no cierra, que sólo se da un descanso, porque a la hora siguiente (hay folios en algunas de las bancadas) todos regresan del café de media tarde para retomar las lecciones con otros conferenciantes de más lustre.
El conferenciante está solo. Está
solo y es pequeño, demasiado solo y demasiado pequeño para rivalizar con el desmesurado
símbolo de la ONU
que preside la sala, muy inferior a los dos miembros de la mesa (ahí también
parece que alguien haya hecho pellas) y totalmente minúsculo en el contexto de
una sala donde huele a solemnidad, pero que esa tarde parece haberse convertido
en un ensayo, en un día de puertas abiertas para concejales de pueblo donde
todos aprovechan para subirse al estrado y hacerse fotos como si vinieran de
turistas en un viaje organizado.
Esta soledad produce en el
observador cierta sensación de compasión, de condescendencia. Sobre todo cuando
se hace acompañar del discurso del compareciente, que se abrió con la siguiente
expresión: “Siempre es un honor para un jefe de Gobierno dirigirse a las
Naciones Unidas”. Es la frase que queda bien en los discursos escritos, pero
que produce sonrojo instantáneo cuando va acompañada de la foto en cuestión. La
compasión dura poco: apenas hay que acercar el zoom y mirar hacia dentro de la
cabeza de ese hombre, hacia el interior de sus tripas, que son las tripas de un
país hecho jirones a base de medidas sin rumbo y palos de ciego constantes. Y
entonces nos da por pensar que esa sensación de soledad no está injustificada,
sino que es el resultado de una actitud de desprecio hacia su propio país. Y
finalmente acabamos deseando que el compareciente no salga nunca de esa postal,
que su busto insignificante siga plantado ante el atril, incluso después de que
los cuatro o cinco oyentes que quedan se marchen, incluso después de que la
limpiadora pase la escoba y apague las luces y toda la estampa acabe
fundiéndose a negro eterno.
Daniel Ruiz García
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