Os dejamos aquí este texto de Luigi Amara para la revista Letras Libres. Para leerlo entero, basta con pinchar aquí.
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Como si cada vez fuera más difícil entender cualquier cosa sin la ayuda de una ilustración, solemos asociar la obra de un autor con uno de sus retratos, quién sabe si movidos por la superstición de que una iluminará a la otra, o sencillamente porque cierto automatismo icónico nos impulsa a adjudicar la responsabilidad de una obra —así sea magistral o mediocre— a la materialidad de un busto, al asidero de una fotografía. Los libros parecen incompletos —y los editores unos desalmados— cuando no incluyen siquiera una caricatura del autor en alguna de las solapas, pese a que en el caso de muchos autores de la antigüedad esto sea del todo imposible o conjetural, y pese a que en el caso de muchos autores contemporáneos esto sea del todo insatisfactorio y desalentador, cuando no anticlimático y ridículo. En mi galería mental de Charles Bukowski (1920-1994) hay dos imágenes que se contraponen y casi diría que luchan entre sí; dos imágenes muy distintas —de épocas también muy distintas— que sin embargo con el paso del tiempo han terminado por reconciliarse en mi cabeza y tal vez se han fundido en una sola, como esas postales de plástico que gracias a un efecto óptico se transforman —nos guiñan el ojo, por ejemplo— dependiendo del ángulo desde el que las miremos. La primera es una fotografía célebre en la que Bukowski, joven y desgreñado, se acerca el dedo meñique a la boca en el gesto no de quien quiere producirse el vómito sino de quien busca contagiarnos su asco. Es un retrato puntual, impecable, que apresa el papel que Bukowski se esforzaba en representar frente al objetivo de la cámara —un papel contestatario y brutal, de escritor-maldito-lumpen, de genio recién salido de la alcantarilla—, pero que al mismo tiempo, por debajo o por encima de esa actitud, exhibe al hombre en el que irremediablemente se había convertido: un escritor estragado por el acné, el alcohol y los excesos, de un vigor que sólo puede dar el descreimiento, y que para mantener viva su leyenda ha debido valerse de cierto histrionismo salvaje. Es el retrato perfecto del Bukowski marginal, bravucón y antisolemne, que trabaja como limpiaplatos y cartero; que ha hecho de la crudeza y la obscenidad sus principales armas estéticas, y ha recogido como quizá ningún otro escritor la musicalidad del habla cotidiana. Es el Bukowski de la sordidez americana y la noche interminable y brumosa y etílica, de los inadaptados y los perdedores, a punto de convertirse en cliché.
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