Y sin embargo, había algo en él que no era del todo normal. Su forma de respirar. Esos ruiditos mientras dormía. Aquel ronroneo metálico. Demasiado apacible y rítmico para ser verdad.
—Es solo que debemos acostumbrarnos a él. Se trata de la inseguridad de los padres primerizos. Relee el libro. Es de lo más normal—. Martin miraba al bebé con dulzura, ajeno a todo, y Sofie pensó que tal vez tuviera razón.
Quizás se estaba volviendo un poco paranoica. Por la novedad y todo eso. Porque un niño en casa te cambia la vida y a lo mejor una empieza a ver cosas raras por todas partes. Lo cierto es que el niño era normal. Más que normal: era perfecto. Así lo aseguraba el certificado del Centro de Fertilidad. Genes seleccionados, cribado de cromosomas fiable al cien por cien, células cultivadas para ser infalibles. Sin margen de error.
Y sin embargo, estaba aquella mirada. No era exactamente la mirada que se espera en un recién nacido, algo idiota y desenfocada. Era una mirada como de alguien que supiera cosas. Con un brillo inteligente, como si el bebé adivinara de antemano qué iba a pasar cuando ellos entraban en la habitación, qué iban a decir, qué tono de voz iban a usar. Y después estaba el hecho de que sus horarios eran exactos. Como si estuviera programado. Sofie sacudió la cabeza y trató de alejar esos pensamientos. No tenía sentido. Un bebé es un bebé y solo duerme, llora, come y ensucia pañales. Punto. Un bebé no te observa, ni predice tu comportamiento, ni te mira como si estuviera analizándote y fuera a emitir un informe por fax.
Sofie se acercó a la cuna y lo observó mientras dormía. Perfecto, tan perfecto. Recordaba las palabras del folleto de la clínica, memorizadas a base de leerlas mil veces. «Embriones seleccionados creados a partir de su propio óvulo. Mejorados para evitar enfermedades. Sin duda, la mejor parte de ustedes». Se habían convencido al instante, después de ver las instalaciones y de cómo sería todo el proceso. Algunas muestras de tejidos, la reproducción en una probeta y, al cabo de unos meses, salir por aquella puerta con su bebé en brazos. Un sueño hecho realidad cuando ya se habían dado por vencidos y creían que jamás llegarían a ser padres.
Sofíe acarició con un dedo la cara del pequeño y sonrió. Caminó hasta el cuarto de baño y tomó sus pastillas. Las pastillas de no pensar, como las llamaba Martin. Después se inclinó sobre la cuna y cogió al niño en brazos. Hermoso y perfecto. Y sin embargo… Llevó el oído al pecho del bebé. Ahí estaba otra vez. Ese tic-tac extraño. Ese runrún como de maquinaria. El niño entornó los ojos y Sofie creyó ver cómo uno de los párpados se le atascaba. Algo dentro del bebé zumbó, se reseteó y comenzó de nuevo. Sofie agitó la cabeza y decidió centrarse en mecer al bebé. Allí estaba. Y ahora era suyo. Después de tanto tiempo.
Ana Martínez Castillo
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