viernes, 30 de abril de 2021

EL TRABAJO NO ESTABA TAN MAL por ERIC LUNA



Era mi segundo día en aquel trabajo y los primeros días, por alguna razón, uno aún suele estar de buen humor.
—¡CAMARERO! —berreó, desde la lejanía, un timbre de voz bastante desagradable. —¡CAMARERO!
Ya me había dado por aludido, pero no me apetecía contestar a la llamada como haría un perro. No me apetecía lamerle la cara, ni saltarle sobre las rodillas, ni ladrarle, ni mearle el bajo de los pantalones: no me apetecía hacer nada de lo que haría un perro.
Me volví hacia él como si acabara de despertarme y lo miré como si me lo hubiera encontrado por casualidad.
—CAMARERO!
El tipo no tenía bastante con el contacto visual. Tenía que seguir jodiendo con ese timbre rasgado que tenía por voz.
—¡CLIENTE! _grité yo, asaeteándolo con mi peor mirada de loco. Y luego, moviéndome despacio, como haría un gángster, como haría un perdonavidas, me acerqué hasta su mesa.
—¡DÍGAME, CLIENTE! —les grité a él y a su familia, mientras me sacaba el comandero y el bolígrafo del mandil. Y una sonrisa, de propina.
—Pero… ¡Será maleducado! —protestó, la que supuse que sería su mujer, que también tenía una voz como de haberla estado afinando, durante veinte años, fumando Ducados.
La señora, pese a estar más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, tenía unos ojos marinos, una adecuada geometría en el rostro y una energía interesante.
—Ya se lo corroboro yo. Es un maleducado. La próxima vez, asegúrese de elegir mejor.
Y debió de creer que me refería al restaurante porque se levantó, levantó a su crío de diez o doce años que no apartaba la vista de su teléfono, levantó su bolso, su pamela playera, levantó a su marido y se lo llevó todo consigo, como impulsada por un invisible torbellino espontáneo.
Yo le hice un gesto haciendo circulitos en el aire con el índice y llevándome despúes el meñique a la boca y el pulgar a la oreja, como queriendo decirle Llámame, mientras ella, echando la vista atrás, se aseguraba de que aún los seguía hasta la entrada de aquella terraza de verano.
—Está loco, ¡ loco! —la escuché decir mientras se alejaban.
—¡Pues entonces ya no hay nada que hacer! ¡Lo mejor será que lo encierren, y que pruebe de nuevo!
Volví a la barra y me serví un vaso de agua con hielo y una rodaja de limón. Tanto dialogar me dejaba la boca seca. Edu, uno de los camareros que, por solera, había sido ascendido a maître, surgió de la parte trasera del bar. Traía los ojos enrojecidos y arrastraba con él un dulzón aroma a polen rubio.
—¿Y esos gritos?
—Unos clientes. Hablaban así de alto.
—Pero… si la terraza está vacía… No hay nadie.
Me giré para comprobarlo. En efecto, estaba vacía.
—Sí… La mujer mencionó algo sobre una posible demencia. Se han largado.
—La gente está fatal.
No pude más que darle la razón. La gente, o al menos la gente que llegaba hasta esta orilla, estaban todos tarados. En el sentido más estricto de la palabra. Y uno tenía que lidiar con aquello. Hacerse fuerte ante los defectos de fábrica ajenos.
Pero el trabajo, lo que era el trabajo, pues oye, no estaba tan mal.

Eric Luna, 
de El arte de mantenerse a flote 
(Boria Ediciones, 2021).


El arte de mantenerse a flote puede leerse como un manual de subversión laboral, como una crítica a este sistema económico darwiniano, como una oda al problema ontológico de no encajar en los perfiles de búsqueda de Infojobs o como un diario de viaje por los caminos inescrutables a los que nos conduce nuestra particular búsqueda de sentido.

Porque es en los ángulos muertos, en las esperanzas que los protagonistas de estas historias callan por miedo a que alguien las haga trizas y en qué les deparará el destino más allá del punto y final de cada relato donde se encuentra esa extraña belleza que tanto anhelan estos personajes.

Con tonos que oscilan entre la comedia, el drama cotidiano y el horror, se presentan en este libro doce relatos donde tienen cabida tanto el realismo, como la prosa poética o la ciencia ficción blanda. Todo en torno a un tema común: sobrevivir a aquello que estamos dispuestos a hacer por dinero. Y lograr salir indemnes.

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