En La casa rota, Moya recurre al ambiente cercano, sagrado e íntimo del hogar; un contexto históricamente abundante en la poesía de mujeres que se han visto, quieran o no, relegadas por la crítica y el establishment literario al ámbito de lo cercano y lo menor. Este contexto aparentemente poco pretencioso se convierte en este poemario en algo metafórica y existencialmente incluyente a través de la fuerza de las palabras. “Algunas mujeres se casan con casas”, decía la gran poeta Anne Sexton, consciente, como Ana Patricia, de que ese lavar incansable que recrea en sus poemas es metáfora de algo más: una identificación con la suciedad que se acumula en esas paredes-piel, paredes-útero, que es necesario limpiar como un acto de redención.
(Prólogo de Marisol Sánchez Gómez).
Estos poemas hablan de esa soledad de las latas de atún en el estante. Expresan una espera desde la nada y hacia la nada, un anhelo de que algo cambie de una vez en la jerarquía de la despensa. Mientras, se hacen otras cosas. Se echa en falta la tarrina de arroz perdida - un minuto en el microondas, perforar previamente, abrir con delicadeza porque quema -, que no va a volver, pero por si acaso. Se escudriñan los rincones del no-pasa-nada, la obsesión te abofetea - con delicadeza, porque quema -, la pulcritud que ofrece la soledad también permite envenenarse. Sí, estos poemas son soledad - no va a volver, pero por si acaso -, espera, melancolía y un impulso de convicción: las cosas que no están aquí, en el estante, tampoco saben las respuestas.
(Epílogo de Chá Lucena).
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