Arturo Bandini estaba convencido de que cuando muriese no iría al infierno. Para ir al infierno había que cometer un pecado mortal. Él había cometido muchos, lo sabía, pero la confesión le había salvado. Siempre se confesaba a tiempo, es decir, antes de que la muerte se le presentara. Y tocaba madera cada vez que pensaba en ello: que siempre habría tiempo antes de morir. De modo que Arturo estaba archiconvencido de que cuando muriese no iría al infierno. Por dos motivos. Por la confesión y porque era un corredor muy rápido.
El Purgatorio, sin embargo, ese lugar intermedio entre el Infierno y el Cielo, le preocupaba. El catecismo decía con claridad lo que hacía falta para ir al Cielo: el alma tenía que estar limpia del todo, sin la menor sombra de pecado. Si el alma, en el momento de la muerte, no estaba lo bastante limpia para ir al Cielo ni lo bastante sucia para ir al Infierno, se quedaba en la región intermedia, en aquel Purgatorio en que ardería y ardería hasta que sus faltas se purgasen.
Había un consuelo en el Purgatorio: que, al margen del tiempo que se pasara en él, el Cielo estaba asegurado. Pero cuando Arturo se dio cuenta de que la estancia en el Purgatorio podía durar setecientos mil millones de billones de trillones de años, ardiendo y ardiendo sin parar, poco consuelo había en que al final se aterrizase en el Cielo. A fin de cuentas, cien años era ya mucho tiempo. Ciento cincuenta millones de años era inconcebible.
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