María está enamorada de ti y lo sabes por la forma en que te mira. Esta mañana se ha cruzado dos veces contigo, justo en el mismo momento en el que abandonabas de un portazo la casa de Aurora. En realidad has estado haciendo el amor con ella. Has penetrado una vagina de alquiler mientras las dos hogueras de sus ojos se han materializado delante de los tuyos. Sus pechos se movían al son de tus embestidas, pero en realidad no eran los de ella. Tus manos han tocado la piel de una hechicera; las yemas de tus dedos en contacto con la carcasa usada por la peor de las brujas. A decir verdad ha sido un polvo fantástico. Durante un par de horas has podido olvidarte de los muertos y del amargo recuerdo de tu actual situación. La intensidad y la energía que has sentido han sido totalmente distintas a las de tu supuesta pareja.
Esta noche pasada ha habido alboroto en la calle. Los muertos han estado divirtiéndose con el pobre perro de Narval. El único que quedaba con vida. Su sangre forma un reguero que baja hasta la fuente de las crías de rana. La fuente en la que de pequeño cometías atrocidades contra la naturaleza. Practicaste el Medievo con algunos de aquellos seres hasta que creciste y entonces te fijaste en que la gente también puede ser herida sin necesidad de hacerles sangre. Acosaste al joven Roberto, nieto de Ramón de Cabilas, cuando aun no contaba con siete años. Le llenaste las zapatillas con heces frescas de perro y luego le obligabas a calzárselas. Le decías que subiera a su casa e insultara a sus padres cuando aún no sabía el significado de la habitual jerga portuaria. Lo tiraste repetidas veces a la negruzca agua de la fuente de las crías de rana y le metiste sapos por dentro de la camiseta; el escozor del ácido de un sapo enfadado la sonrojó la piel y estuviste un mes entero encerrado en casa, prisionero de tu propia maldad.
Te acuerdas de tu pasado como veraneante mientras María se sienta en un banco de piedra y enciende con su particular hacer un cigarrillo. Te sientes tentado a pedirle uno para acompañar la poca hierba que te queda en casa. Un Marlboro te sentaría genial. Un cigarrillo para triunfadores en una tierra de outsiders. Pasas por su lado y la miras. Su mirada entra dentro de tu cuerpo y te hiela la sangre. María es hermosa y terrorífica a la vez. Un escalofrío te recorre el espinazo y aprietas el paso hasta llegar a la puerta del caserón. Sientes su presencia justo detrás de ti pero cuando te giras ella sigue exhalando muerte y girando la cabeza como una paloma. Te mira de reojo como si no supieras que la miras. Estás a punto de provocarla desde tu posición y entrar en casa cerrando la puerta a cal y canto. De pequeño lo hacías con los perros, provocando su ira y corriendo hasta un lugar seguro. Decides no importunarla con la realización de tu deseo infantil y subes las escaleras que te llevan al salón de tu vivienda.
Te sientas en el sillón y piensas en Aurora. La has dejado en su casa, totalmente desconcertada, llorando, sin atreverse a contarte lo que ya sabes. Hace tres años que has sido espectador de demasiadas excentricidades por parte de los lugareños. La sorpresa no entra en la lista de emociones a sentir bajo los tenues rayos de un sol que se esfuerza demasiado por atravesar la nube que cubre la aldea. Decides volver a su casa más tarde; abres una lata de judías que has cogido de su despensa y comes con fruición, engullendo el contenido como si fuera caviar iraní. El exceso de sexo ha despertado al gusano del hambre.
Eructas mirando hacia la calle mientras lías un cigarrillo de THC. María te mira desde abajo. Se saca el paquete de Marlboro y te ofrece uno. Aceptas. Te agachas y con la mano temblorosa alcanzas como puedes el cilindro. Cruzas su mirada con la tuya y vuelves a sentir la misma sensación de antes. Tienes miedo pero por otro lado, le arrancarías la ropa para descubrir la voluptuosidad del cuerpo de Rosella. Te extraña ver a la hechicera en la calle de día. Te extraña su modo de mirarte y de seguirte; el acoso se torna un deporte demasiado peligroso en la atmosfera de cacareos y heces de vaca secas como los huesos de un cadáver abandonado. Lías el cigarrillo buscando la perfección mientras ella mira a ambos lados de la calle. Por un momento tratas de salir de la excitación que te provoca su presencia cuando saltan las alarmas del sentido común; María es una hechicera. María es la culpable de que no puedas salir de este pueblo. Cierras la puerta del compartimento de la cordura y te acomodas en él para cavilar un rato. Es altamente recomendable no incluir el contenido del Marlboro en el cigarrillo de THC que estás a punto de saborear frente a los gigantes de roca del ‘Cap del camp’. Los buitres te miran desde lo alto como si fueran conscientes del engaño, porque lo que está ocurriendo entre tú y ella es lo que algunos literatos llamarían un embeleco.
Simulas tirar el contenido en el piso del balcón. Pones cara de circunstancias y te agachas, recogiendo solo las brizas verdes esparcidas en la dureza de la piedra. María te mira como si pudiera leerte el pensamiento. Brotan chispas de deseo cuando se acerca a tu persona y te muestra los dientes a modo de sonrisa. Sus pestañas casi rozan tu entereza, fragmentada por la excitación del sistema nervioso; tiemblas como un cachorro de perro perdido en el bosque.
-Puedo darte otro-. Su voz es una cabra luchado contra el cuchillo de un matarife.
-No quiero abusar de tu generosidad-.
Entras en el salón y cierras la puerta con suma rapidez. Tu corazón bombea sangre al ritmo de los pistones de una locomotora del antiguo oeste. Por un momento piensas en tu infancia, cuando torturabas animales y a niños indefensos sintiéndote superior. Una superioridad otorgada por el vacío existente que trataba de suplir una comunicación sana con tus congéneres. Eras incapaz de mantener ningún tipo de relación con los niños de tu edad. Buscabas la exaltación de sus miedos para suplir el constante deseo de interiorizar con ellos; cualquier tipo de sentimiento hacia ti, era suficiente para hacerte sentir un ser humano. Ahora María busca algo en tu persona, algo que se asemejaba demasiado a un acercamiento amoroso. Algo que te asusta demasiado. Sólo eres capaz de acercarte a Aurora.
Terminas de liar el cigarrillo en la cocina, atrapado entre las cuatro paredes de la habitación contigua al salón. Sabes que ella está afuera. Sabes que sus pies sucios y sus movimientos de pájaro te esperan delante del caserón. Tu tía-abuela te mira a través del cristal de la ventana y te dice no con la cabeza.
No a las relaciones con un bruja culpable de secuestro en masa y asesinato.
No a la ingesta de THC cuando un muerto podría hincarte el diente en cualquier esquina abandonada de la aldea.
Apagas el cigarrillo en la pica de la cocina y miras a través de las cortinas. La calle está vacía. El sol se está poniendo. Corres a tu habitación y coges el cuchillo de caza. Antes de que la oscuridad envuelva al pueblo estarás en casa de Aurora y tratarás de calmarla.
Antes de que los muertos den contigo y tu cuerpo se convierta en huesos y carne y sangre bajando hacia el ocaso de tu existencia.
Ricard Millás, de Cubil de brujas.
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