La ciudad se extiende como la nocilla, a lo largo y a lo ancho. Sus edificios están encendidos. Es la hora de la cena; huevos fritos y pan bimbo. Es la hora.
Y las palomas negras llevan pantalones Levi´s lavados a la piedra, se ríen y priban coca-colas de una fuente de granito, zurean a ritmo de rap mientras el rey de Harlem, aquel murciélago sidoso, desahuciado, se lo monta de equilibrista, con un lacito rojo en el pecho, para regocijo de los convictos que sacan sus pescuezos por las rejas del penal, para ver mejor.
La cárcel es un circo en esta noche de bizcochos borrachos y anís.
Los reos lanzan besos por las ventanas, mua, mua, son unos julandras encarcelados que quieren resucitar el cadáver del vampiro funámbulo que huye de los ajos y de los crucifijos, de las jeringas y del sexo, que vive de noche y duerme en un ataúd. Porque pueden matarle, los besos, las estacas y los rayos de sol, al vampiro.
Cruzan la carretera dos perros de color perro con longanizas atadas al rabo.
Por allí mismo, camino de Carabanchel abajo, circulan los autobuses que se derriten como un polo de naranja al contacto del tráfico incesante.
Esto, que ocurre al caer la noche, lo ve todo, Teodoro.
Lo oye todo.
Acaba de echar la basura y respira lo que otros disfrutan sin saberlo, la libertad.
Eso a Teodorito le da igual. Ser libre. Podría echar a correr calle abajo y en dos zancadas ya estaría dentro del metro, rumbo a casa.
No le importa, a Teodorito, estar encerrado en Carabanchel.
Le da lo mismo.
Es que dentro, en la prisión, se ha enamorado de Rosalinda, el travesti que enseña a los principiantes, y ha hecho amigos.
Quizás eche de menos a su madre. Quizás no.
Ahora mismo, entre salir a correr por un lado o por otro, Teodorito prefiere quedarse. Así que da media vuelta, saluda al pasar de nuevo al cabo Peláez, y cierra el portón de la cárcel.
A su espalda queda, la libertad.
Algunos julandras siguen con la llantina pegada al rimel, en el despacho del alcaide, y le saludan a él, a Teodorito el payaso.
Aún no se la ha quitado de la nariz, la otra nariz, la de mimo, Teodoro.
Está contento con ella.
Con la nariz de mimo pegada en su nariz.
Eso se nota.
—Se está bien aquí, ¿verdad?
—Claro que sí, mi amor.
Echados en el jergón, en la 350, Teodoro y Rosalinda fuman después de hacerlo otra vez, la cuarta o la quinta; se pierde la cuenta a oscuras.
Ella es un como un ciclón, un huracán travestido que vuelve loco a los hombres.
La celda 350 parece una suite nupcial. Rosalinda la friega cada mañana. El amor lo puede todo y ya nadie recuerda a la vieja Martina, que con su crimen unió a los enamorados en el bemeuve del fiambre. Fue ella, seropositiva y radiante, quien les metió de lleno en este berenjenal.
Es una bella historia.
Que se cuenta sola.
(De Travolta tiene miedo a morir (Editorial Zócalo), de David Benedicte, Primer Premio Paco Umbral de Novela, 1997).
Extraído de http://proyectomadriz.blogspot.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario