Un miércoles asistí a las peleas de gallos. Un pequeño anfiteatro circular, con gradas ascendentes. En el centro la arena, justo debajo de la luz cenital. Olor a populacho, chillidos y escupitajos... se necesita decisión para asistir a este espectáculo. Traen a dos gallos, parecen gallinas, ya que se les ha cortado la cresta y las plumas de la cola. Los pesan y luego los sacan de sus jaulas. Y se acometen, sin vacilar. Las plumas levantan polvo a su alrededor, los dos animales se atacan una y otra vez, se desgarran con los picos y los espolones, sin emitir un sonido. Sólo la bestia humana a su alrededor vocifera, apuesta y alborota. ¡Ah, el amarillo le ha sacado un ojo al blando, lo picotea en el suelo y se lo come! Las cabezas y los cuellos de los animales, ya hace tiempo desplumados, se balancean como serpientes rojas sobre el cuerpo. No se separan ni un instante, las plumas se colorean de púrpura; ya apenas se reconocen las formas, las aves se despedazan como dos sangrientas masas compactas. El amarillo ha perdido los dos ojos, picotea ciego en el aire y cada segundo golpea el pico del otro en su cabeza. Por fin se desploma; sin resistencia, sin un grito de dolor permite que el enemigo culmine su obra. Eso no se produce tan rápido; cinco, seis minutos necesita aún el blanco para conseguirlo, él mismo exhausto mortalmente por los cientos de espolonazos y picotazos.
Hanns Heinz Ewers,
de La salsa de tomate
(Valdemar Gótica, 2024)
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