lunes, 26 de agosto de 2024

LOS VIOLENTOS. UNA HISTORIA DE LAVAPIÉS: José Ángel Barrueco.


 


Quizá estas sentencias constituyeran el reflejo más vivo de cuanto sucedía.
Los pobres, asfixiados por el hambre, por los sueños nunca cumplidos y la falta de propiedades, por la rabia hacia quienes más tenían y no cejaban un milímetro a la solidaridad, ejercieron su violencia.
Los trabajadores metidos en empleos precarios, temporales, mal pagados, donde un jefe les puteaba sin pagarles horas extras o añadiéndoles sobre los hombros tareas extraordinarias de última hora, ejercieron su violencia.
Los niños de papá, que estaban cansados de tenerlo todo a su alcance y de haber sobrepasado los límites del tedio, querían como en Historias del Kronen emociones nuevas, fuertes, extremas, que los devolvieran a la realidad tras tanta oferta digital y televisiva, y ejercieron su violencia.
Los trabajadores que contaban con buenos empleos, pero que sabían que sus empresas estaban en la cuerda floja, y llevaban abonando en su seno una cólera interior que les iba a salir por los ojos si no la canalizaban de alguna manera, ejercieron su violencia.
Los ciudadanos oriundos de la ciudad que miraban con saña a los inmigrantes y se creían invadidos, ejercieron su violencia.
Los inmigrantes que no lograban ser aceptados o no conseguían integrarse o estaban hartos de burlas y de humillaciones, ejercieron su violencia.
Los miserables que nunca llegaban a fin de mes, y aquellos que no lograban satisfacer sus expectativas ni lograr las metas propuestas a fin de año, y aquellos cuyo partido político no solía triunfar en las urnas, y quienes debían dinero tras enredarse en hipotecas, préstamos bancarios y coches pagados a plazos durante años, y quienes dada su naturaleza odiaban a todo el mundo, fuese hombre o mujer, negro o blanco, china o árabe, alta o baja, gordo o flaco, listo o tonto, ejercieron su violencia.
Los insomnes, agotados de vigilias tras las que tenían que acudir al trabajo con los ojos hinchados y someterse a horarios laborales con el cuerpo lleno de café de máquina y azúcar de sobre, ejercieron su violencia.
Los fanáticos del caos y del desorden, viendo llegado el momento de intentar una mutación de la sociedad, ejercieron su violencia.
Los entusiastas del orden y del equilibrio, atemorizados por si la anarquía se instalaba en las calles y penetraba hasta los hogares, ejercieron su violencia.
Los que no conseguían trato carnal con mujeres si no era mediante un desembolso económico, ejercieron su violencia.
Los desempleados que no lograban escapar del círculo del subsidio y que se daban una y otra vez de cabeza con la imposibilidad de encontrar un trabajo digno, ejercieron su violencia.
Los enfermos y apestados por este nuevo virus que los había convertido en criaturas de una película de horror, con las llagas purulentas, el moho en las heridas, la textura blanda en algunos tejidos que parecían descomponerse, ejercieron su violencia.
Los miembros de las minorías acostumbradas a las persecuciones, a las ofensas y al desprecio y a la burla y a la marginación, que habían soportado palizas, violaciones y otras atrocidades, ejercieron su violencia.
Los policías antidisturbios que notaban el odio popular en cada manifestación, y que sorteaban botellas y piedras y adoquines, ejercieron su violencia.
Media ciudad, aquella noche, caminaba o corría por las calles con máscaras de carnaval, con disfraces de Halloween, con mascarillas quirúrgicas, con capas y capuchas y otros embozos. Las utilizaban quienes soportaban la ruina de la nueva enfermedad y se avergonzaban de su apariencia, pero también quienes pretendían mantener el anonimato y se aprovechaban de las vestiduras y caretas de los enfermos para llevarlas ellos, haciéndose pasar por enfermos que no lo estaban, pero que pronto lo estarían tras una noche de patadas, puñetazos, lanzamiento de vidrios y guijarros, de pelotas de goma y de palos dados a diestro y siniestro tanto por los guardianes del orden como por los guardianes del caos.
Una noche de heridas nuevas y avance vírico.
Ya no bastaban las series. No bastaba la inagotable oferta audiovisual. No bastaban las redes. No bastaban las cervezas. No bastaban unos días de vacaciones. No bastaba el falso universo del postureo. Todo el mundo parecía harto y frustrado y decepcionado y sentía el deseo de romper algo, una cara, un hueso, un cráneo, lo que fuera, porque la violencia física consiste en eso, en destrozar un cuerpo mientras se apoya con la violencia verbal. Maltratar un cuerpo, zaherirlo, destrozarlo, romper la piel, rasgar la carne, apuñalarla, penetrarla, abrir vías en ella, dejar que la sangre salpicase, que se extendiera, machacar una nariz, triturar unos dientes, quebrar dedos, sacar ojos, llenar ese espacio carnal con la intrusión de pinchos, balas, estacas, cristales, tijeras… La violencia física como desahogo. Como justicia y venganza.
Unos adolescentes en las inmediaciones de Tirso de Molina, llevados por el delirio de las drogas y del tumulto y de las emociones extremas, atraparon a otro chaval que había mirado a la novia de uno de ellos y empezaron a empujarlo bajo las primeras gotas de lluvia. Le dieron puñetazos hasta tenerlo en la acera. Jugaron a saltar encima de él, con sus zapatillas deportivas de Nike y de Asics y de New Balance, hasta que las hemorragias internas y externas lo aproximaron a la muerte. Uno de ellos lo tomó de las piernas y lo arrastró como si fuera un rickshaw. Alguien se dedicó a grabarlo con su iPhone con la intención de compartirlo en las Historias de Instagram. Alguien que usaba botas en vez de zapatillas le aplastó de un puntapié la cara y le rompió la mandíbula y la nariz y en unos minutos había muerto mientras se daban a la fuga, todos ellos con caretas de goma de personajes del cine de terror: Jigsaw, Ghostface, la Monja Valak, Pennywise…
Tres hombres fornidos y borrachos, aprovechando la confusión de Sol, interceptaron a una chica adolescente y la arrastraron hasta una calle trasera y poco frecuentada en ese momento, mientras sus amigas se perdían de vista entre la multitud. La violaron sobre las bolsas de basura, uno de ellos la abofeteaba mientras otro la penetraba y el tercero le iba colocando sobre la cara mondaduras de naranja, pieles de plátano, restos de ketchup de una hamburguesa en mal estado... Se reían.
Cinco o seis Cazadores de Ratas acorralaron a un hombre que pertenecía a los Antirraticidas, lo apalearon y luego le colocaron la cabeza en el suelo, en la acera, mientras uno de ellos se la golpeaba con un adoquín. Los huesos del cráneo hicieron crac, y de las narices y de los ojos y de las orejas salieron chorros de sangre, pero el individuo solo se detuvo cuando un agente antidisturbios se percató de la agresión y le santiguó las carnes con su porra de goma. Sus amigos huyeron entre el gentío.
Un tipo, en la zona de Lavapiés, extrajo un cuchillo de carnicero de algún lado y atacó a las personas que se cruzaban en su camino. Pinchaba a hombres y a mujeres, a blancos y a gente de color, sin distinción. Decía que se estaban acercando al Juicio Final y que él era un enviado del Diablo. Cortó dedos. Pinchó mollas. Atravesó cuellos.
Un grupo de siete individuos logró volcar un coche cerca de Callao. Alrededor, y con prisa, fueron apilando contenedores repletos de basura, bolsas sueltas, arbolitos arrancados de los alcorques urbanos… Prendieron fuego al detritus, a los neumáticos, a las ramas. Se protegían los rostros con caretas negras de plástico duro, propias de Halloween, en las que solo se les discernían los ojos y parte de los labios.
La multitud enfervorecida se lanzó a por un tipo que arrastraba a una chica por los pelos, en el entorno de Preciados, y trataron de lincharlo hasta que cayó contra el cristal de un escaparate y los vidrios rotos le seccionaron la cara y el cuello.
Varias chicas vestidas de Harley Quinn, de Joker y de Freddy Krueger se enfrentaron a otras chicas vestidas con trajes y corbatas. Se acusaron unas a otras de no ser feministas de verdad, se dieron puñetazos, se arañaron las caras maquilladas y las caras sin maquillar, se rasgaron la ropa, se arrancaron cabellos unas a las otras. Se oíanexabruptos y sentencias tuiteras: ¡Putas terfas!, ¡Jodidas feminazis!, ¡Guarras de mierda!, ¡Feministas tóxicas!, ¡No sois mujeres de verdad!
Dos atracadores con máscaras de Jason entraban a robar a un piso y se encontraron con la inquilina, una señora que salía con miedo a ver qué demonios estaba sucediendo en las calles, pues no daba crédito a la televisión, y la asesinaron a martillazos y arrojándola por las escaleras. Al intentar huir ambos, un vecino, un varón solitario y medio loco, salió con una cazuela de agua hirviendo porque se estaba preparando un té cuando escuchó el jaleo y se la arrojó a uno de ellos, quemándole cara y ojos. El otro delincuente le hundió al hombre una navaja en el corazón, tantas veces que convirtió aquello en un matadero.
La multitud arrojaba lo que tenía a mano. Los agentes no daban abasto para intentar contenerla. El odio, la locura, el desenfreno, la rabia, se habían apoderado de los ciudadanos hartos de putadas, de hedores, de máscaras y de llagas podres, y todo desembocaba en una violencia brutal, sin reglas, sin piedad, como si ese fuera el auténtico virus que se transmitía entre las personas. Chicas violadas, transexuales apaleados/as, mendigos en llamas, chavales destruidos, policías torturados.
Una purga.
La ciudad era fértil en basuras, insectos, roedores, sangre, llamas y lluvia.

José Ángel Barrueco, 
de Los violentos. Una historia de Lavapiés
 (BunkerBooks, 2024)


domingo, 18 de agosto de 2024

BRINDIS AL SOL por NICOLÁS CORRALIZA




BRINDIS AL SOL 

Larga vida al poema.
Larga enfermedad
esta del verso,
que nos llena de fiebre
cuando miramos.


UN REINO AL RASO

Vente conmigo.
Aquí la gravedad
apenas pesa.


FLAMA

En los bordes de la tarde, tú
agarrada a un cielo roto por el cuerpo.
Tormenta sin lluvia,
estruendo que asusta al agua
y la hace hervir.
No es esta la luz de antes.
Nunca soñamos un sol tan cruel.



martes, 13 de agosto de 2024

LO QUE FUNDA EL SILENCIO por LUIS RAMOS DE LA TORRE

 


En el olvido nunca arraiga nada,
alguien, alguna vez, dirá tu nombre.

Por eso, plántale a la tarde un ramo
de serena alegría, 
                   algo sencillo,
hasta que el agua con su oficio teja
un hilo de silencio, 
                   un cauce
que guarezca a tiempo lo que antes dijera la lluvia
y añada unas gotas de luz a la belleza.

La memoria lo sabe.

*

Lo que vuelve y se rehace,
                                 nunca se niega.
Azul vacío.
         Abrazo ausente.
La extraña austeridad de los afectos.

Hay un hueco impasible en las huellas del viento.
El tiempo se desvanece o persiste,
arde en su fragilidad,
                    hurga en el aire y trae,
lo que funda el silencio.


Luis Ramos de la Torre, de Lo que funda el silencio (Lastura, 2024)


viernes, 9 de agosto de 2024

SELVA por NATACHA G. MENDOZA



Te hablaré de la lluvia, porque aquí, en esta latitud, todo se desangra cuando hay tormenta. Y tú, tan desértico, no podrías comprender ese lenguaje salvaje. Te hablaré del aroma que emana la selva, del rocío perdido entre las hojas. Del cielo que se rompe en mil pedazos y de esta casa que tiembla por el rugido de algún dios. A ti, que estás lejos en esa tierra que ignora a los ríos, que se conforma con la escasa humedad de la madrugada. Te hablaré de la lluvia tan perra y cercana, tan dolorosa cuando el hambre es cruel y la comida del refrigerador no me sirve de nada.

Natacha G. Mendoza


Pintura de Mishel Alekyan

sábado, 3 de agosto de 2024

APOLOGÍA DE LA VIOLENCIA por NACHO ESCUÍN



Mi idea de la literatura siempre se relacionó con la evasión hacia un lugar mejor, no solo distinto, mejor. En mis recuerdos sobre los libros y el paraíso que supone habitarlos siempre sobrevuela un sentimiento extraño de aislamiento o necesidad de estar solo. Hay también un olor permanente en el recuerdo en el que se mezclan el polvo y la tinta usada. También hay una sensación imborrable del tacto del papel en los dedos.
He leído unos cuantos libros, al menos unos cuatro mil antes de cumplir los cuarenta. 
He escrito nueve libros de poemas, algunos alegres y casi todos tristes; todos existenciales y biográficos, con el ápice de mentira suficiente, en algunos casos para poder soportarlo pero la mayor parte de las veces basado en hechos reales, los propios hechos reales. 
Siempre he estado escribiendo libros desde el día que comencé a escribir. No escribo poemas, no escribo relatos, no escribo artículos. Escribo libros, porque no sé hacer otra cosa, porque lo hago sin darme cuenta, porque escribo para vivir. 
Estudié filología, a pesar de las recomendaciones y advertencias que indicaban que tras ello había una carrera complicada, difícil, poco reconocida. Quizá arrastraría dolor o nada pero sin embargo conseguí algo más que eso. No obstante, siempre tuve la sensación de que no había hecho nada, solo ganar tiempo para seguir escribiendo libros. Probablemente hice una carrera para seguir escribiendo, hice un doctorado para seguir escribiendo, comencé a dar clases en la universidad para seguir escribiendo. Solamente me olvidé de que quería escribir cuando tomé un meandro en el camino engañoso. 
Después vino la época en la que ni siquiera podía leer y entonces solo quería estar rodeado de gente y beber y gastar ingentes cantidades de dinero en invitar a todo el que me rodeaba para no estar solo. 
De tantas formas como uno pueda imaginar, me había percatado ya, a mi edad, de lo que el poder hace con todos los elementos de la vida. El estado de bloqueo masivo no me permitía deleitarme con un buen concierto, un libro estupendo o una buena película. Solo los largos paseos parecían darme algo de alivio a esta angustia creciente. 
Rondando los cuarenta, cualquiera hubiera pensado que tendría claro cuál era mi camino en la vida. Pero no solo no lo sabía, daba tumbos en lo personal y lo profesional y buceaba entre las dudas mientras dejaba pasar el tiempo o el tiempo pasaba ante mis ojos. 
El último año había traído a mi vida una gran carga de tristeza o desazón y lejos de haber sabido combatirla la había aceptado como el que acepta que a partir de un momento determinado ya nada será como antes sin plantar cara al problema o aportar una solución. 
«La violencia puede percibirse de modos distintos» me dijo el analista que tenía sentado frente a mí. Ese era su trabajo, decirme las cosas sin ambages. Iba a verlo una vez por semana y me sentaba frente a él y le contaba cómo iban las cosas y él me decía frases como esta a setenta euros la hora. Pero me sentía reconfortado y me sanaba poco a poco, sesión a sesión, o eso pensaba o quería pensar. 
No es necesario disparar un arma para matar a un hombre. Tampoco es necesario utilizar un cuchillo, ni empujar a alguien al andén en una parada de metro. No es necesario afrontar la muerte de alguien desde un acto directo de muerte o asesinato. Se puede matar a alguien desde las redes sociales, desde el mismo Facebook de los huevos, desde el controvertido Twitter también se puede, desde el inocente y adolescente Instagram. 
Se puede matar desde la verdad y desde la mentira. Se puede matar diciendo la verdad sobre alguien y también diciendo una gran mentira. Esa es la ventaja de los nuevos tiempos, ese es el signo de estos tiempos. Todo se puede hacer a distancia. Una transferencia, comprar unos billetes, mandar un ramo de rosas a alguien o apretar un gatillo metafórico. 
Viendo todo esto vino a mi cabeza aquel texto de Dionisio Cañas, de su libro El gran criminal que tantas veces había leído: «Viendo que el día no tenía ni pies ni cabeza, que la noche árida se escapaba por todas partes, que los ritmos del cielo y de la ciudad se juntaban sin hacerle caso a nadie, viendo que ya había hablado de tantas cosas, agarró su cisne enlutado y se fue al carajo». 
Y eso es lo que hice. Solo, sin obligaciones y sin ganas de escribir por primera vez en mi vida, agarré lo imprescindible y me fui al carajo.

Nacho Escuín, 
de La mentira del Cazador 
(Eolas, 2024)


viernes, 2 de agosto de 2024

LO QUE FUNDA EL SILENCIO: Luis Ramos de la Torre.



Con Lo que funda el silencio Luis Ramos poner fin a una serie de libros publicados durante los últimos años (Lo lento, La serena estrategia de la luz, La densidad de los números. Urgencia de lo minucioso) caracterizada por el silencio, la contemplación y la serenidad como ejes sobre los que construir la vida futura, la esperanza. “LA luz, / la voz serena, / tras la palabra llena de otra voz. / Hilos de sombra que tejen su haz, /presagios. // Lo que funda el silencio, / lo que espera. /Cunde la incertidumbre. / Nunca las esperanzas / fueron tan álgidas y el miedo tanto. / Célula loca en ristre alzado y cómputo”.


jueves, 1 de agosto de 2024

POESÍA URGENTE por JAVIER VAYÁ ALBERT



"...porque no oculta
la desesperada distancia
que lo separa de la gente."

Sam Shepard
(Noviembre 1945-julio 2017)

Decidme pues
cómo puedo hacer de la poesía
algo urgente.
Yo que habito la desesperada distancia.
Ahora que los hombres son llamados a filas y fobias.
Ahora que las mujeres elogian la ablación de las sirenas.
Sólo veo comprensión en los pies
que se balancean colgando de los puentes.
Sólo veo hermanos en los ojos enajenados de los caballos.
Sólo son mis hijos los hijos de perra.
Sólo mis madres las zorras y rameras.
Yo que habito la desesperada distancia.
Decidme pues
cómo puedo hacer de la poesía
algo urgente.
Algo que lama un instante la espina dorsal
de los arrodillados.
Algo que endulce el vino robado en los urinarios
de los supermercados.
Algo que extirpe de raíz los penes en misión humanitaria
de los soldados.
Poesía urgente y airada rayo de tierra puntería certera
en la frente justo entre los ojos de los santos
de los corderos degollados y sus monturas de plata y oro
si ellos son los buenos nosotros los malos y locos.
Poesía urgente para que jamás se sientan a salvo
los poderosos machos
cada letra hormiga en su mugrienta boca
mordiendo la excrecencia de su legado.
Poesía urgente que porte el escalofrío último
hasta el más infecto cubil en el reverso del tiempo.
Que devore la palabra y escupa hasta sus cimientos
y se alce con ella todavía palpitando
como un corazón eviscerado
todavía caliente.
Decidme pues cómo puedo hacerlo;
poesía urgente que desaparezca de inmediato
que no deje rastro huella pistas
como el más hermoso y perfecto de los crímenes perfectos.
Sin refugio sin papeles negro en la orilla del gran blanco.
La posteridad es el onanismo del espectro.
Y yo tan sólo habito la desesperada distancia.

Javier Vayá Albert