Bienvenidos a la soledad de las calles, al silencio en la plaza y al desamparo de las avenidas. Ya están aquí las aves de paso, los pájaros blancos, con sus rituales de música y las acrobacias. Volatileros, malabaristas, tragafuegos y comesables. El hombre deforme y la mujer maravilla. Ya están aquí, la nómada y el itinerante, libres, individuales, absolutos.
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Nombra al señor que hace colores con un útil de labranza, a la anciana que espuma un huevo de codorniz, al muchacho de las gárgaras dulces, a la adolescente recién parida... a las criaturas que no fueron, no son, ni serán. Nómbrales en voz alta, alude a sus nombres propios, a las palabras que les señalan como individuos vivos. Nómbrales incluso antes, mucho antes, que las tropas de la multitud y los signos gráficos, antes que los ejércitos de las abreviaturas, las cifras y el dato. Hacedlo mucho antes que aquellos que se expresan numéricamente.
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En el silencio de sus gargantas enormes se verbaliza la profundidad de los pozos, pero el oído atrofiado de la muchedumbre sólo conserva el eco negro de los televisores. Mientras las palabras se deslizan sobre troncos y escombros, los que no tienen nombre, los sin emblemas, los sin medalla ni honores, los nunca aplaudidos, se erigen en las estadísticas, en los acontecimientos. Son el titánico esfuerzo de la muerte anónima y el monumento humilde a la realidad.
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Brille para ti la luz que no tiene fin, el ángulo muerto de los retrovisores, el aceite quemado en el pabilo de los candiles, la llama en la hoguera, la combustión que se eleva de los cuerpos que arden, el poderío de las antorchas, la punta de mi cigarro mientras lloro tu muerte. Resplandezca para ti la luciérnaga de la eternidad y el destello de mi corazón ausente, en el destino primero, de tu último viaje.
Gsús Bonilla, de Aviario
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