sábado, 25 de junio de 2016

NATACHA GONZÁLEZ: Microrrelatos.



Me perdía en juegos de la calle, con un amigo del barrio; tirando piedras a los coches o vaciando gasolina de depósitos viejos. Jorge tenía unas cerillas que le había quitado a su madre. Como me gustaba observar ese trozo de madera, ver al fuego atravesándolo hasta convertirlo en ceniza. Nunca pude salvar a mis dedos de la quemadura, porque mi preferencia fue siempre la llama. Aquel día la gasolina me dio una lección. Y a Jorge, otra.

*

Llevo tres días cavando mi tumba. Hace calor en el jardín del abuelo. Pero es el sitio perfecto para dejar de existir. Me duelen las manos, están llenas de heridas, mi piel era delicada antes de perderme. Nunca pude regresar, por eso cavo esta fosa. Llevo tres días dándole profundidad; necesito que sea muy honda, por si me arrepiento y quiero respirar. Tengo sed. El sol es implacable. La tierra cada vez está más dura, hay rocas muy pesadas, humedad, gusanos y otros animales diminutos que no reconozco. Hace años que en esta casa no vive nadie. Es un jardín solitario, me gusta el silencio de este lugar. No hay árboles, es árido. Estoy en el fondo de mi tumba. El sol da una tregua. He avanzado tanto que no logro alcanzar el borde para salir. Tengo mucha sed. No siento las manos. Tampoco logro ver la casa del abuelo. Me tumbaré un rato en la humedad de esta fosa. Hasta el cielo está en silencio. Tengo sueño. Tengo tanto sueño.

*

Ella teje umbrales en cada distancia, no se refleja en los espejos porque es toda y cada una de las imágenes que proyecta cualquier mujer. Y se hace arena con el viento, es el mar entre mis dedos cuando en un arrebato de angustia intento tomarla. Regreso cada noche al lugar donde me hacía sangrar, no hay piedad en ese hueco, tan oscuro que ni la muerte reconoce. Ella es el cuerpo que cabe en mi pecho, la insistencia que me hace respirar un aire que se desmorona ante mis ojos. Y cómo duele mirarla cuando no está, cómo agota recorrerla sin su piel, arrodillarme ante una ausencia tan sólida. 

*

Siempre quise escribir un policial. Poner a un tipo desaliñado, maltratado por el alcohol y las drogas, pasado de cuarenta, una placa, pistola. Quizá Harry, o Jack, no sé, me valen los dos. El escenario, zona residencial, casas exactas, separadas por jardines perfectos, coches ilesos, todo ordenado. Cierro la noche, tres o cuatro de la madrugada, las luces de varias patrullas hacen eco de colores en las paredes del vecindario. Murmullos, coches que llegan, dos cadáveres; matrimonio. Una niña en camisón, unos ocho años, tiene un osito en la mano, la mirada perdida. La pondré sentada en la escalera de la entrada. Jack se agacha (con Harry). La observa, la consuela.
-Nena, ¿sabes si alguien quería hacer daño a tus papas?
Pongo a la pequeña con los ojos clavados en el inspector. Expando un silencio incómodo. Incluyo algún pensamiento de Harry “No debería presionarla”, “tan solo es una cría”.
-Sí.
-Bien, tranquila. ¿Quién odiaba a tus papás?
-Yo.


Natacha González


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