Los niños me miran como si mis ojos fueran la tele,
se equivocan aunque entiendo el error,
yo tampoco hacía los deberes siempre,
prefería escapar a la calle, al parque, donde fuera,
patinaba en bicicleta, rompía las rodilleras, las camisetas...
Ruborizado y anhelante, siempre había una niña,
siempre hay una niña,
pellizcando, pinchando,
jugando ambos a ser malos mientras la pandilla miraba
y decía eso de “los que se pegan, se desean”.
Tengo casi cuarenta castañazos
y los niños se chocan conmigo constantemente
(qué puedo decir de las niñas),
parecen confundirme con uno de ellos,
como si fuera otro más corriendo, tirando el helado en cualquier dirección
o teniendo chorretones de chocolate en los mofletes, manos y/o zapatos...
Los niños siguen mirando como si mis ojos fueran la tele,
todo continúa tropezando con la misma piedra,
y sospecho que la culpa es mía
por haber dejado abierta una puerta en las pupilas,
una que sigue presente para quién sabe dar al botón del mando,
visionar mi isla en Nunca Jamás,
custodiada sin duda por Garfio y Pan y aquella niña que sin anzuelos
me pinchaba y pinchaba hasta ser tan alto como la luna.
Hay una niña, siempre hay una niña al fondo de este espectáculo.
José Malvís
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