Hemos olvidado las primeras imágenes de la vida.
Toda aquella vasta experiencia sin nombre
donde las cosas escapaban alertadas por la imprecisión.
Nada era sólido.
La naturaleza nos superaba en número
y ni siquiera un largo día de luz inspiraba confianza.
¿Cómo atrapar la belleza?
¿Cómo expresar la impotencia ante lo finito?
La realidad todavía era un lugar inesperado
en el que la vida lenta de los mamuts
se parecía bastante al camino gris de las nubes.
El lenguaje pareció surgir de la nada.
Un juego simbólico
en prehistóricas bocas de piedra,
un ejército en construcción de sonidos afilados.
La palabra fue la herramienta que logró desbrozar el silencio.
Al nombrar,
todo aquello que observábamos
parecía acudir.
Pero el mundo se resiste a ser un animal domesticado.
Aún regresa a nosotros,
en este siglo de consumo y hologramas,
ese estado original de mudez
que tanto nos asusta:
el indócil galope de los amaneceres,
por ejemplo;
la inagotable alegría salvaje de las tormentas.
Rodrigo Garrido Paniagua
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