El chaval fue una vez un yonqui cansado, enfermo, hecho mierda y una tarde pasó frente a aquella modesta zapatería de barrio y vio a la mujer dentro, de unos cincuenta, todavía hermosa de algún modo, y el chaval se palpó la filipina en el bolsillo de atrás y entró en la tienda decidido a llevarse cuanto pudiera, dispuesto a llevarse a cualquiera por delante. Pero algo ocurrió una vez dentro. Sonaba aquella canción que salía desde algún punto indeterminado del local y además la mujer salió de detrás del mostrador rápida y amablemente y se acercó a él con una sonrisa y con un elegante gesto de la mano le invitó a sentarse en una banqueta al tiempo que le preguntaba en qué podía ayudarle como si de verdad le importaran sus deseos. Unas botas, contestó el chaval mirándose las Paredes agujereadas, unas botas cómodas y resistentes. Y la mujer desapareció al otro lado de una cortinilla que había detrás del mostrador y le dejó allí sentado, solo, a dos metros de la caja registradora, y él lo pensó, claro que pensó en hacer lo que había ido a hacer allí pero en lugar de eso simplemente recostó la espalda sobre la banqueta acolchada y se dejó arrullar por la música sintiendo el alivio en los músculos, en los huesos y en sus cervicales de alambre, hasta que por fin se quedó dormido lejos del frío, la calle y la mugre. Al despertar, claro, le llevó unos instantes ubicarse porque en la calle ya había anochecido y la mujer había medio bajado la persiana y solo quedaba encendida la bombilla de un pequeño flexo junto a la caja, y allí estaba también ella, mirándole desde la luz, sonriéndole con la misma dulzura que le había dedicado al recibirlo. No he querido despertarte, dijo la mujer, me pareció que necesitabas descansar, dijo, anda, vamos, es hora de irse. Y el chaval deseó con todas sus fuerzas que aquella mujer fuera su madre y poder decirle cuánto sentía tantas cosas y cuánto la quería. Pero lo cierto es que la mujer no era su madre sino la dueña de la zapatería que había ido a atracar así que el yonqui se levantó y superó de un salto el mostrador y abrió la caja con la misma facilidad que tantas otras veces en tantos otros sitios y cuando la mujer quiso impedirle que cogiera aquel puñado de billetes le asestó un navajazo tan espontáneo como mortal en el cuello. Se desplomó al instante. Quedó tendida detrás del mostrador, poniéndolo todo perdido. Incluso las botas nuevas que en ese momento el chaval se dio cuenta de que llevaba puestas. El caso es que no sé quién era aquella señora. El cabrón sí: era mi hermano. Parece ser que no recordó con claridad el asunto hasta bastantes años después. Eso al menos explicaba en la carta que nos escribió minutos antes de quitarse de en medio. Justo cuando creíamos que por fin volvería de entre los muertos.
Iván Rojo
1 comentario:
Muy bueno.
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