Intento, no lo duden, evitar las páginas web de los rotativos patrios. No es desinterés por lo que acaece a los desdichados habitantes de la península, ni soberbio desprecio de la podredumbre ética en que chapotea el periodismo hispano. Es supervivencia.
El caso es que, haciendo caso omiso de mis más íntimas premisas, caigo una y otra vez en el error. Y me pregunto, momentos después, por qué lo habré hecho. Eso me ocurrió casi iniciado el año, mientras las burbujas ebrias de los festejos aún anonadaban a la ciudadanía. Resulta que el gobierno ha decidido añadir otra terrorista página al catálogo de tropelías que viene ensanchando desde hace ya, ¡ay!, demasiado tiempo. Parece ser que en breve será delito el prestar ayuda, en territorio nacional, a cualquier inmigrante que no porte en su cartera los miríficos documentos que le acrediten como ciudadano "europeo", o el borbotón de billetes que le permita atragantar la economía de los poderosos. Bravo por los gobernantes, España para los españoles...aunque cada día sean menos...o quizás por ello: más terreno con que negociar para los pocos que acaben habitando la piel de toro.
Mientras leo la noticia de marras, tienen mis oídos la ejemplar tarea de desviarme de tal miseria acariciando las gloriosas estridencias de In Utero, el último álbum de estudio que grabase el grupo comandado por el malogrado Kurt Cobain, y recuerdo los tiempos en que llegó a mis manos (en casette "pirateado") tan apreciada obra musical.
1993. Eramos jóvenes y rebeldes...o al menos eso pretendíamos. Nos pretendíamos jóvenes sólo porque no admitíamos responsabilidades más allá de las que implicaba mantenerse sereno la noche del sábado, en la filosa frontera de la madrugada, si es que anhelábamos llegar enteros a la cama de la casa paterna o, aún mejor, no terriblemente demediados al lecho que, casualmente nos pudiese ofrecer alguna fémina inconsciente y poco amiga de los cuerpos esculturales. Nos pretendíamos rebeldes sólo porque podíamos gastar el dinero que no teníamos en drogas y licores que nos alejaban de la realidad maltrecha que se colaba por la rendija de la persiana, el domingo a la mañana. Escuchábamos a Nirvana y pretendíamos alcanzar el ídem. Escuchábamos a Pearl Jam o Alice in Chains y aprendíamos que en Seattle, una desconocida (hasta entonces) ciudad de los estates, además de radical música regeneradora, brotaban semillas de rebelión popular y anegaban los techados de las fábricas vientos de cambio diferentes de los que cantara Bob Dylan.
Después regresábamos a casa, contundentemente desorientados por el viaje apócrifo de las sustancias enervantes.
Casi fue al día siguiente, mediado abril de 1994, cuando despertamos de nuestra resaca enmudecidos ante la descorazonadora instantánea con que se engalanaba el festín de tinta y dolor de cada periódico: las piernas sin vida de un Kurt Cobain que había decidido jugar a ruleta rusa con sus demonios interiores y había perdido, irremediablemente, la partida. A la sombra de aquella ténebre noticia, semioculta entre grandilocuentes párrafos y consecuentes homenajes, pudimos intuir algo acerca de los casi 600.000 muertos en la guerra de Ruanda, un pedazo de tierra africana profanada durante siglos por las grandes corporaciones y los pequeños gobiernos occidentales que juegan ajedrez (vendiendo armas, comprando terrenos, usurpando recursos naturales) sobre el tablero imperfecto y maltrecho del cono sur. Nos dolió saber aquello de los machetazos y la inoperancia de la élite mundial. Pero quizás nos doliese más el suicidio de aquél pobre niño rico que hacía música en la que nosotros disolvíamos, cual azucarillo en tórrido café, la actualidad más urgente. Al menos, los medios de información, intentaron que así fuese, a toda costa y a mayor gloria de la opulenta industria del espectáculo, que ya pespuntaba su propio suicidio por exceso de gula.
Ahora que han pasado los años, no es que abandone en la cuneta de los sueños rotos las efímeras glorias que la música provoca, pero sí intento, de tanto en tanto, perder la mirada en cuestiones que, por más que intenten silenciarse, también atañen a mi persona. Dígase la persecución sin tregua a que se ve sometida, en estos tiempos, la libertad humana.
Es por ello que pienso, hoy, al hilo de la criminalización de la humanidad que pretenden los gobernantes, en lo grato que ha de ser ayudar a un inmigrante "ilegal" somalí, por ejemplo, ex pirata huido de un país que aún a día de hoy es pirateado por corporaciones, mercados, gobiernos y traficantes de ilusiones, por ejemplo, que hastiado hasta la náusea de contemplar los martirizados desplazamientos de sus compatriotas en busca de agua y alimentos hacia la vecina Etiopía, por ejemplo, haya decidido emprender nueva vida en Europa, por ejemplo. Digo, lo satisfactorio de prestar ayuda a dicho sin papeles en toda empresa que decida emprender, sea ésta ganarse la vida pidiendo a la puerta de un centro comercial o dando inicio a una revuelta violenta orientada a reclamar sus derechos como ser humano.
Creo no ser el único en albergar tales sentimientos. Tal vez, ahora que la edad nos redecora, nos hayamos vuelto realmente jóvenes y rebeldes.
Tal vez, digo. Ayer mismo morían miles de somalíes en los superpoblados campos de refugiados de los países vecinos, y yo me dedicaba a glosar el regreso a la música de mi admirado David Bowie. Siempre podré acusar a los medios de comunicación, que daban mayor importancia al retorno del ídolo que al holocausto del semejante.
Pablo Cerezal, del blog Postales desde el Hafa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario