viernes, 13 de abril de 2012

LOS CUADERNOS DEL HAFA



El mítico Café Hafa, en la ciudad de Tánger, es el punto de inicio de un viaje sobre un mapa de sentimientos, trazado con un escalpelo que nos permite mirar más allá de los exotismos de postal turística de Marruecos, descubriendo una realidad deliberadamente oculta a los ojos del extranjero. Un viaje en que se cruzan pasado y presente a través de iconos de la vanguardia del underground de los años 60 como William S. Burroughs, Brian Jones, Jane Bowles, Brion Gysin, Anita Pallenberg, y un largo etcétera que reviven en la fantasía del protagonista, llegando a ser activos acompañantes durante su periplo magrebí. En Los cuadernos del Hafa se dan la mano lo onírico y la más cruda realidad, mediante un sutil juego de espejos frente a los que Pablo Cerezal sitúa los sentimientos humanos, evidenciando lo delgado de la línea que separa las “culturas” occidental e islámica, y desplegando ante los ojos del lector fantasías y certezas que, como piezas de un rompecabezas, van consolidando un fascinante espacio físico y sensorial.

BILL

En 1954 William S. Burroughs alcanzaba la costa norte de África. Llegaba a Tánger quizás huyendo de un tortuoso periplo de calabozos mexicanos, búsqueda de raíces psicodélicas y mágicas por tierras sudamericanas, desórdenes amorosos, desconcierto, confusión mental, y una larga estela de infortunios nacida del agujero que había redondeado la frente de su esposa, Joan Vollmer, en una noche aciaga de cantina mexicana y tequilas huraños, al son de una ranchera ebria y mortal que despertó en su córtex cerebral recuerdos de vidas ajenas, de caballeros medievales, y una imagen desdibujada (al estilo de las estampitas religiosas que guardaban en su bolsillo los chamanes de la ayahuasca) de Guillermo Tell en estado de embriaguez. El bueno de William no alcanzó la manzana imaginaria y le reventó el cerebro, de un tiro, a su amada esposa. Un disparo certero y revelador que le enfrentaría a sus fantasmas y le obligaría a maltratarlos, incendiarlos, sodomizarlos y exorcizarlos en sus textos. El detonante del génesis de la obra de Burroughs fue el disparo de un revólver, estallido del que pretendió huir durante un tiempo. Y en su huida arribó al puerto de Tánger.

Los jubilosos trámites burocráticos de la llegada, de cualquier llegada ociosa. Alegres por la ociosidad, que no por la burocracia. Observar de reojo a los gendarmes porque mi vista se desplaza, magnetizada, hacia la kasbah, ese regocijo de cal y azulejos que hace de la costa tangerina un sueño cubista de arquitecturas iluminadas por la herrumbre del tiempo y la improvisación. Paredes encajadas al azar de la necesidad espontánea de techo, adosadas unas a otras en una sola de noche de insomnio festivo a la luz de la luna del ramadán. Semeja tan vieja la kasbah que parece que la edificaron ayer mismo y resulta, al fin y al cabo, menos vetusta que la mano del gendarme, parsimoniosa y leve, hojeando mi pasaporte, buscando nada en la blanca nada de páginas descoloridas por el propio color en que fueron fabricadas.

Y ya tengo el beneplácito del Protectorado Internacional, ya la estampita en mi pasaporte, ya sujeto mi maleta y busco la salida del puerto, acercándome a la medina que comienza a revelárseme puzzle de blancas pesadillas de alguna noche perdida en los sueños de la morfina, agigantándose a cada paso, ya se acerca, ya me aproximo, ya casi estoy, ya puedo tocar con las yemas de mis dedos culpables el salitre que me horadará el cerebro y me llevará a encerrarme en una habitación a garrapatear palabras que pretendan explicarme el caos en el que anido, a deambular por el zoco siguiendo a ése rapaz moreno de bigote aún neonato y sonrisa embaucadora, a trepar la árida colina sobre la que se derrama el Hafa, a derramarme yo mismo en una silla esperando una nueva vaharada de humo hipnótico mientras el amigo Paul me desgrana sus últimos descubrimientos.

Me siento extraviado a la salida del puerto, no sé por dónde ni cómo empezar, y qué mejor manera que sonriendo a éste joven de chilaba sucia y dulces dientes de beso mamario que me arrebata la maleta y me hace indicaciones de que le siga, desgranando entre carcajadas la palabra ho-tel, ho-tel. Yo que pensaba alojarme en el Intercontinental, tan claro lo tenía que me pierdo en una sonrisa y me abandono al deambular de callejuelas tras los flecos de una chilaba morena como los muslos que la portan, sin importarme el destino, el ho-tel o la cama en que derrumbaré mis huesos de café con leche vespertino, esta noche, espero que acompañado, sin preguntar el destino, sólo sonriendo e intentando atrapar su espalda con amistosas palmaditas coloniales que pretenden transmitir la idea de que me siento cómodo tras sus babuchas, subiendo las fatigosas cuestas de la medina, dejando abajo el puerto, el chillido esquizofrénico de las gaviotas, el ulular de las sirenas, la vida que no me sigue, la que ya no tengo, la que recuperaré esta noche cuando el caminar marchito se desinfle en ese hotel escondido, tal vez tras este recodo, al calor del humo de pan fragante que sale del horno escondido, subiendo peldaños que nunca lo fueron, trepando los recovecos de la medina, subimos a buen ritmo, el que marcan sus pasos, el que marca su sonrisa que se da la vuelta para comprobar que sigo detrás suyo, intentando acercarme, siempre a punto de alcanzarle, otra esquina, otra escalera, subimos y ya queda abajo el puerto, ya acecha nuestro caminar la entrada a la kasbah, he-re, ho-tel, good, la puerta desvencijada, la suciedad de mi deseo tristemente abotonada tras el tergal coagulado de mis pantalones y el marroquí sonriente que me hace reverencias y me invita a pasar, no, no, espera, ¿y él?, ¿no quiere nada?, no, no, luego, esta noche, ¿ha dicho eso?, ¿ha dicho esta noche?

La chilaba se difumina en una acrobacia de fuga. Desaparece, en un grito de color desteñido, tras la última esquina doblada.

Subo las escaleras, entro en una estancia oscura, limpia y con un colchón como único mobiliario, per-fect!

La ventana da a un patio que vomita aromas de cordero especiado. Tengo hambre. Ya he subido. Ya he llegado, estoy arriba.

Bien, ahora lo importante, antes de abrir la maleta, es depositarla cuidadosamente en algún lugar lo suficientemente vistoso para que, esta noche, el chaval afiance su impostor deseo en la condición económica del acaudalado extranjero, en el rincón mas luminoso del cuarto, el menos oscurecido por el moho y el tizne del tiempo…déjame ver: apenas 4 metros cuadrados, si es que no me fallan ya mis lejanamente (en el tiempo) adquiridos conocimientos de geometría y matemáticas, un ventanuco arañado por el salitre y por un jirón de cortina que quiso ser distinguida hace tiempo, la puerta de color indefinido y la gran mancha de la pared frente a la cama hundida y con el fósil rectilíneo de algún viajero del tiempo esculpido en su colchón, el pequeño lavabo oxidado en la esquina más mugrienta, sí, ése sería el lugar oportuno si no fuera por el goteo insomne de la tubería y el valor de lo que la maleta esconde, no puedo dejar que se humedezca la merca, he de evitar a toda costa que se malogre el sueño, aun no sé lo que encontraré en estas tierras, seguro que no es tan bueno, quizás deba pensarlo después, y abrir ahora la maleta, deslizar la hebilla de cuero gastado y desenvolver las golosinas, sí, ¿por qué no?

Ahí esta la jeringa, las hipodérmicas, mi cuchara, diamantina en su brillo desaseado, la bolsa con la heroína, el mechero, todo perfectamente dispuesto, como los instrumentos de una orquesta metódicamente distribuidos antes de que refulja la batuta al alzarse y se disponga a chisporrotear en dos gruñidos contra el atril, toc toc, toc toc, toc toc, toc toc: la puerta, están tocando la puerta, ¿sí?, no gracias, no necesito nada, de verdad, thanks, sukram sukram, jodida hospitalidad oriental, ¿Marruecos se considera oriente?, supongo que sí, que todo lo que no son los Estados Unidos y Europa ya es Oriente, con mayúsculas, supongo…ya no sé que quería hacer además de pegarme un chute, ya no sé que hago aquí ni si debo esperar al chaval, tirado en este colchón tras picarme, o correr en su busca por las calles de la medina y dejar para después la gloria inmunda del abandono interestelar y quizás si tengo suerte podré entonces anestesiar también al chico con los vapores de la adormidera para que su verga se vuelva insensible y, amoratada, ataque y ataque y penetre y socave y continúe hasta que la almohada deje de ser ante mis ojos un sucio borrón de tiempo echado a perder en los desagües azul podredumbre de una vida perdida entre vaivenes de giróvago aletargado por el viento de pergamino rancio que levantan a su paso los barcos que cruzan el estrecho de Gibraltar.

***Disponer los útiles del desvarío y enfrentarme de nuevo a mi rechazo por la náusea que siempre me ha producido el pico en vena. Quizás deba probar un pique subcutáneo esta vez, qué más da un nuevo absceso, ya casi desaparecieron los que me provoqué durante la travesía del Atlántico, en el cochambroso cuarto de baño del camarote de tercera que tuve por hogar durante ya ignoro cuántas jornadas, aunque mejor sería una dosis rectal: limpia, indolora, agradable si se alarga, pero excesiva siempre, siempre se me va la mano cuando me sodomiza la heroína y no ando sobrado de dilaudid, ni paracodina, no puedo arriesgar, en vena siempre controlo mejor la dosis, siempre apuesto a la baja, no me gusta esa sensación de alfiler que cose mis venas a un reflejo azul cobalto en que se enredan mis pánicos físicos como el hilo de seda negro de los caftanes de fiesta que vendían ahí abajo, en la esquina anterior a ésta en que se encuentra mi ho-tel.

Así que elijo la hipodérmica y aminoro la dosis para abreviar el ponzoñoso picotazo.

Qué curioso….cuchara…sólo hace minutos que pisé Tánger…mechero…y ya metaforizo con caftanes…cerilla…caftán: túnica de seda brevemente abotonada por el pecho…el alcohol impregna la mecha…alargada en sinuosos pliegues hasta los tobillos…subcutánea mejor, sí, mayor dosis…en Marruecos es ropa femenina…la cantidad justa que se hace hembra en la cuchara…dicen que en el antiguo Imperio Otomano era atuendo masculino…las burbujas macho de la combustión…Imperio Otomano el mundo a sus pies…succionar con la hipodérmica el elixir evanescente…perfumes del Oriente victorioso…níveo algodón…pálidos sultanes altivos de largos mostachos afelpados…purificar de sudor y microbios con el algodón la cara externa del muslo izquierdo…sultanes de fuerte complexión devorados en el desvarío del harén…coger un pellizco breve de piel entre los dedos…cambalacheados sus músculos vigorosos en traqueteos de locomotoras femeninas…la aguja en ángulo de 45º con la piel sostenida entre mis dedos…derramando chorros de deseo ante los rostros abotargados de los eunucos…empujar el émbolo despacio…anexión, cópula, coyunda en que el caftán se volatiliza, se gasifica, se deshidrata, cae al suelo metamorfoseado en mármol rosa…excursión del veneno, romería del plasma para acariciar a su virgen de pecado negro, danza mayestática de los linfocitos y los glóbulos rojos blanqueados por el elixir de opio…escabroso baile de cuerpos, cabello y sudores en las dependencias prohibidas del Palacio de Topkapi, Estambul, Imperio Otomano, potencia generadora…impotencia ante el leve vuelo de una mosca…hedor a victoria y deseo…anulación del sistema motriz, abandono, campo de visión constreñido a la suciedad incolora del dedo gordo de mi pie izquierdo…sultanes sudorosos, derrengados, sin caftán, desnudos como mi pie izquierdo, como tú esta noche a mi lado si tengo fuerzas para salir a buscarte después de pasar revista a las posibilidades poéticas del extremo mayor de mi pie izquierdo, quizá tengas que venir tú solo, ¿vendrás?

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