Uno de mis mayores deseos cuando acudo al juzgado cada mes (para dejar constancia "legal" de que supuestamente no salgo del país) es aparcar en la plaza de minusválidos con un carnet falso comprado en Bangkok el pasado verano. Homer Simpson ya lo hacía, algunos políticos catalanes ya lo hacen, pero en mi caso, hacerlo con un Audi TT retro del 2002 es un detalle de la corrupción imperante en el capitalismo tardío. Quizá deberíamos cambiar el término tardío por funeral, tal y como Vicente Verdú lo denomina en su más reciente libro de ensayo. Otro de mis pasatiempos favoritos cuando me presento ante la justicia es fumar un puro en la sala de espera, y mandar Twitters a Yoko OnnO dicéndole "No voy a ayudar a Haití". Luego pienso en cosas de manera aleatoria, y las voy recitando en voz alta (en falsete) ante la pérdida de nervios del policía en cuestion:
1. El tetris es un deporte de riesgo.
2. Los ataques de epilepsia son fundamentales para ganarte el respeto de tu entorno cercano.
3. Tener descendientes oligofrénicos garantiza la no supervivencia de la especie.
1. El tetris es un deporte de riesgo.
2. Los ataques de epilepsia son fundamentales para ganarte el respeto de tu entorno cercano.
3. Tener descendientes oligofrénicos garantiza la no supervivencia de la especie.
4. Mozalbete, ¿La pistola que llevas es de balines? ¿Ganas peluches cuando la usas en Port Aventura, o te la reservas para Disnelyand París?
El policía ya me conoce e intenta tomárselo bien, siempre traigo algo de hachís que luego compartimos fraternalmente en el párking, cerca de mi coche aparcado en la zona de minusválidos. Mis derroteros por los pasillos del juzgado suelen ir acompañados de pequeñas oraciones que realizo, con los ojos cerrados y un cigarro en los labios, leyendo poemas de Bukowski en dirección a la tumba de Elvis.
Al salir de allí, me quedo dormido en el coche una media hora, soñando con tetas bamboleándose y culos ristrettos barely legal. Pero mis fantasías oníricas rara vez superan la densidad de lo real. Y entonces es cuando acude un buen relato a mi mente:
Ella era algo imbécil, sino no me hubiera dicho que le mandara rosas a casa la última vez que descubrió que estaba con cuatro mujeres al mismo tiempo, y ella no era más que un refrito para última hora de la noche del viernes y/o sábado. Entonces fue cuando decidió apuntarse a cursos de cocina oriental, y me preparaba tallarines al wok con setas deshidratadas y compraba vino de arroz. Yo comía gustosamente y luego me paseaba desnudo por su casa que, pese a querer tener un estilo de loft neoyorquino, se quedaba en un pseudo diseño de IKEA. Pero la chupaba bien, y los golpecitos que le daba con la polla en la frente la divertían. Y a mi también. Tras nuestros encuentros esporádicos, que transcurrían de manera rutinaria pero ágil, vagabuendaba por Barcelona y, en busca de experiencias Palahniuk, dormía en algún cajero del Raval. Me juntaba con indigentes de pura cepa, con pedigrí internacional. Y me contaban historias. Algunos llevaban permanentemente una aguja pinchada en el antebrazo, que a veces se clavaban en la lengua. Había un tipo que en su momento fue mecánico de Porsche, pero tuvo que dejarlo porque robaba piezas para venderlas por Internet. En el momento álgido de su carerra, consiguió construir un coche a tamaño real, con estilo de los ochentas pero motor actual. Lo vendió, y me contó más cosas pero me dormí.
Los primeros usuarios del banco me despertaban. Ellos creían que yo era pobre y un mendigo indecente, y mientras obviaban por desconocimiento mi trayectoria literaria, yo meaba en sus tarjetas de crédito y míseros billetes de 10 y 20 euros recién extraídos. Salía del cajero con la bragueta bajada, y así poder escandalizar a menores y abuelas. Regresaba a mi Audi, y entonces encendía el equipo de música, y sonaban cosas como Death in June, y con el megáfono instalado en la parte trasera del coche, recitaba versos del Corán para que la gente pensara que los imanes ya tenían tanta pasta que estaban a punto de asaltar el poder político. Ya en casa, escribía cosas. Como ésta:
Atención, esto es un post, en el que dentro hay un relato, el de la mujer del wok, y dentro, un poema, como el siguiente:
Es por aquí, dijo la niña
Es por allá, dijo el cerdo
Los dos fueron en direcciones opuestas.
Un crítico de Ulan Bator dijo que mi poesía era como "una desternillante estepa oriental bañada en ácido tétrico". Y otro crítico zimbawense dijo "No sé leer". Ambos están muertos, por causas desconocidas. Atención, no insinúo que yo sea un asesino. Repito textualmente, ambos están muertos por causas desconocidas.
Dicho lo cual, voy a fundirme con la naturaleza femenina durante un lapso de tiempo prudencial.
El policía ya me conoce e intenta tomárselo bien, siempre traigo algo de hachís que luego compartimos fraternalmente en el párking, cerca de mi coche aparcado en la zona de minusválidos. Mis derroteros por los pasillos del juzgado suelen ir acompañados de pequeñas oraciones que realizo, con los ojos cerrados y un cigarro en los labios, leyendo poemas de Bukowski en dirección a la tumba de Elvis.
Al salir de allí, me quedo dormido en el coche una media hora, soñando con tetas bamboleándose y culos ristrettos barely legal. Pero mis fantasías oníricas rara vez superan la densidad de lo real. Y entonces es cuando acude un buen relato a mi mente:
Ella era algo imbécil, sino no me hubiera dicho que le mandara rosas a casa la última vez que descubrió que estaba con cuatro mujeres al mismo tiempo, y ella no era más que un refrito para última hora de la noche del viernes y/o sábado. Entonces fue cuando decidió apuntarse a cursos de cocina oriental, y me preparaba tallarines al wok con setas deshidratadas y compraba vino de arroz. Yo comía gustosamente y luego me paseaba desnudo por su casa que, pese a querer tener un estilo de loft neoyorquino, se quedaba en un pseudo diseño de IKEA. Pero la chupaba bien, y los golpecitos que le daba con la polla en la frente la divertían. Y a mi también. Tras nuestros encuentros esporádicos, que transcurrían de manera rutinaria pero ágil, vagabuendaba por Barcelona y, en busca de experiencias Palahniuk, dormía en algún cajero del Raval. Me juntaba con indigentes de pura cepa, con pedigrí internacional. Y me contaban historias. Algunos llevaban permanentemente una aguja pinchada en el antebrazo, que a veces se clavaban en la lengua. Había un tipo que en su momento fue mecánico de Porsche, pero tuvo que dejarlo porque robaba piezas para venderlas por Internet. En el momento álgido de su carerra, consiguió construir un coche a tamaño real, con estilo de los ochentas pero motor actual. Lo vendió, y me contó más cosas pero me dormí.
Los primeros usuarios del banco me despertaban. Ellos creían que yo era pobre y un mendigo indecente, y mientras obviaban por desconocimiento mi trayectoria literaria, yo meaba en sus tarjetas de crédito y míseros billetes de 10 y 20 euros recién extraídos. Salía del cajero con la bragueta bajada, y así poder escandalizar a menores y abuelas. Regresaba a mi Audi, y entonces encendía el equipo de música, y sonaban cosas como Death in June, y con el megáfono instalado en la parte trasera del coche, recitaba versos del Corán para que la gente pensara que los imanes ya tenían tanta pasta que estaban a punto de asaltar el poder político. Ya en casa, escribía cosas. Como ésta:
Atención, esto es un post, en el que dentro hay un relato, el de la mujer del wok, y dentro, un poema, como el siguiente:
Es por aquí, dijo la niña
Es por allá, dijo el cerdo
Los dos fueron en direcciones opuestas.
Un crítico de Ulan Bator dijo que mi poesía era como "una desternillante estepa oriental bañada en ácido tétrico". Y otro crítico zimbawense dijo "No sé leer". Ambos están muertos, por causas desconocidas. Atención, no insinúo que yo sea un asesino. Repito textualmente, ambos están muertos por causas desconocidas.
Dicho lo cual, voy a fundirme con la naturaleza femenina durante un lapso de tiempo prudencial.
Del blog Vanity Dust
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