Las vírgenes esperan su sacrificio
como amaestrados funcionarios
en estado de avanzada lujuria hierática.
Las huestes del Doctor Cerebro frente a ellas.
Es mi turno, tengo el ticket en la mano,
mano enguantada en blanco. Y la música,
siempre pido al pincha que ponga a Malamina Ponderosa,
es lo más cuando visto el traje.
Su último Día de los Muertos se descompone
como el azucarillo de sus tuétanos.
Santo, hoy tendrás que rendir tu máscara,
le reta el Doctor Cerebro.
Y el Santo, desafiante, escupe:
Yo estuve en mitad de la plaza mayor de la Atlántida,
el día que se hundió por segunda vez.
Te llevaré al Plástico, es el after con más solera de todo el DF,
y te haré bailar mi tonada,
allí las chicas danzan con la camisa abierta,
sus pechos son como volcanes de tequila dulce y melaza.
Llevaba tres generaciones del peor alcohol en mi código genético
y podía oír las cajas de ritmo que sustituían al corazón de la urbe,
era el mismo tictac metálico que usó aquel demonio para llevársela.
Llegamos, El Santo y yo, al Plástico,
la entrada como al 45 de Santa Muerte
y los baños de aquel boliche se tragaban a la gente,
y nosotros pasándonos las almas el uno al otro
para que las ánimas no nos reconocieran.
Tenía una foto suya mal impresa y el recuerdo de su pelo negro
apagándose por una fina llovizna mientras se despedía.
Era todo,
se llamaba Ingrid y El Santo, en plata blanca, decía:
Cada ciudad y cada mujer traen un silencio distinto dentro,
sólo hay que saber seguirlo.
Váyanse de aquí.
Le prometí al Santo no decirle a nadie quién se escondía tras la máscara,
el cuerpo de la mujer, como en la foto,
la foto que perdí en los baños del Plástico.
Vi cómo El Santo retaba al Demonio en su arena privada,
vi la primera de las llaves y escapé.
Dejándolo en mitad del averno,
mi alma como fragmentos de metano a través de las grietas
en la huida del inframundo. Mi alma que se sofistica
hasta alumbrarse en una ciénaga.
Pasé un tiempo escondido,
en una aldea de la falda del Moncayo,
solo, con mis tragos,
mi alma y la suya, la de Ingrid, salvadas por El Santo.
El Santo, el luchador enmascarado,
su rostro embadurnando las fotonovelas.
En una habitación de lujo,
con los nuevos vicios en marcha,
y recuperando los de siempre.
Sonrisas heladas en el Sheraton.
Zapamos, zapamos hasta más allá de la salida del sol:
Rodrigo en los teclados, el Romeo mayor a la batería
y El Santo al bajo,
con su nueva máscara de colores vivos.
Los fotografié a todos y atrapé sus almas,
y me sentí por un instante capaz por fin de administrarlas,
guiado por aquel sagrado don del despilfarro.
como amaestrados funcionarios
en estado de avanzada lujuria hierática.
Las huestes del Doctor Cerebro frente a ellas.
Es mi turno, tengo el ticket en la mano,
mano enguantada en blanco. Y la música,
siempre pido al pincha que ponga a Malamina Ponderosa,
es lo más cuando visto el traje.
Su último Día de los Muertos se descompone
como el azucarillo de sus tuétanos.
Santo, hoy tendrás que rendir tu máscara,
le reta el Doctor Cerebro.
Y el Santo, desafiante, escupe:
Yo estuve en mitad de la plaza mayor de la Atlántida,
el día que se hundió por segunda vez.
Te llevaré al Plástico, es el after con más solera de todo el DF,
y te haré bailar mi tonada,
allí las chicas danzan con la camisa abierta,
sus pechos son como volcanes de tequila dulce y melaza.
Llevaba tres generaciones del peor alcohol en mi código genético
y podía oír las cajas de ritmo que sustituían al corazón de la urbe,
era el mismo tictac metálico que usó aquel demonio para llevársela.
Llegamos, El Santo y yo, al Plástico,
la entrada como al 45 de Santa Muerte
y los baños de aquel boliche se tragaban a la gente,
y nosotros pasándonos las almas el uno al otro
para que las ánimas no nos reconocieran.
Tenía una foto suya mal impresa y el recuerdo de su pelo negro
apagándose por una fina llovizna mientras se despedía.
Era todo,
se llamaba Ingrid y El Santo, en plata blanca, decía:
Cada ciudad y cada mujer traen un silencio distinto dentro,
sólo hay que saber seguirlo.
Váyanse de aquí.
Le prometí al Santo no decirle a nadie quién se escondía tras la máscara,
el cuerpo de la mujer, como en la foto,
la foto que perdí en los baños del Plástico.
Vi cómo El Santo retaba al Demonio en su arena privada,
vi la primera de las llaves y escapé.
Dejándolo en mitad del averno,
mi alma como fragmentos de metano a través de las grietas
en la huida del inframundo. Mi alma que se sofistica
hasta alumbrarse en una ciénaga.
Pasé un tiempo escondido,
en una aldea de la falda del Moncayo,
solo, con mis tragos,
mi alma y la suya, la de Ingrid, salvadas por El Santo.
El Santo, el luchador enmascarado,
su rostro embadurnando las fotonovelas.
En una habitación de lujo,
con los nuevos vicios en marcha,
y recuperando los de siempre.
Sonrisas heladas en el Sheraton.
Zapamos, zapamos hasta más allá de la salida del sol:
Rodrigo en los teclados, el Romeo mayor a la batería
y El Santo al bajo,
con su nueva máscara de colores vivos.
Los fotografié a todos y atrapé sus almas,
y me sentí por un instante capaz por fin de administrarlas,
guiado por aquel sagrado don del despilfarro.
Octavio Gómez Milián, de Nada mejor para esta noche (Olifante, 2008).
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1 comentario:
Cuantas tardes en el Trianón en sesión contínua disfrutando de las evoluciones de El Santo, licántropos varios, chinos repartidores de hostias y vaqueros sucios....nostalgia de infancia.
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