Lo comenté hace unos días pero algunos lo tomaron a broma, no leyeron el periódico del barrio: en la calle Teruel, en Cuatro Caminos, a tres calles del Colegio San Antonio, hay una vivienda okupada. Un edificio de dos pisos celosamente vigilado por dos yonquis desde las ventanas de la primera planta; uno en el A y el otro en el B. Cuando se asoman al mismo tiempo parecen los ojos del edificio. Y las cadenas y el grueso candado del portal, colgando de los picaportes, una media sonrisa torcida y macabra. La vereda está llena de escupitajos, colillas y gotitas de sangre reseca. Cuando cometo el error de meterme en esa calle, siempre me cruzo de acera o miro hacia arriba. Lo mismo sucede en la acera del San Antonio, en Bravo Murillo. Esos 20 metros de baldosas tienen algo distinto. La gente, al pisarlas, va de lado, como Neo, como Trinity o Morfeo. Yo voy trastabillando hasta la esquina, como falto de gravedad. Me sorprende que no se hable del tema en los medios de comunicación, me jode porque es digno de Cuarto Milenio.
Pero lo que más me preocupa es la casa tomada así, a golpes y cortes de cizalla. Sin la cadencia del cuento de Cortazar, sin ese suspenso, sin la intervención de las autoridades que, cuatro calles en dirección Tetuán, custodian a turno partido los vestigios de lo que podría ser parte de la popa del Arca de Noé, semienterrados en el sótano de una tienda de productos latinoamericanos que, a su vez, ofrece la tapadera perfecta para lavar dinero de las especias más rentables del siglo. "Ver para creer" me dijo un viejito al pasar. No supe exactamente a qué se refería.
Max Benítez
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