Paseo matinal sin nada de especial
Esperando al hombrecillo verde del semáforo. Uno, dos, tres minutos viendo pasar coches, notando crecer la prisa por llegar a ningún lado o a donde todos los lunes-viernes. El sol de las nueve multiplicado hasta el infinito en capós y maleteros. Un horror. Y las gafas de sol olvidadas, absurdas e inútiles sobre el mueblecito del recibidor. Y junto a ellas el paquete de tabaco. Trágico. Las putas prisas, joder. Demasiadas faltas de puntualidad acumuladas. Miedo a un despido que lo haga todo un poco más difícil. He fallado el blanco de la vida. Se me ha quedado grabada esa frase. Una genialidad del francés esmirriado al alcance de pocos. Al menos tengo lo suficiente arriba y abajo para reconocer que si me viene a la cabeza recurrentemente es solo para tapizar de cierto lirismo otras más comunes de igual significado. Soy un perdedor, un auténtico pringado. El primero en decírmelo fue mi padre. Hace años, bastantes años, mientras cenábamos huevos fritos. Un visionario. Luego otros y otras suscribieron su opinión. Y el tiempo les ha dado la razón a todos, incluida la última y más importante.
Pero bueno, el caso es que a la orilla del paso de cebra lo que de verdad pienso es que ojalá me gustaran los coches. Modelos, cilindradas, faros inteligentes. Esa mierda. Ojalá me gustaran tantas cosas. No sé, la filatelia, pescar, los perros. Verlos ladrar, babear. Comprarme uno y sacarlo a pasear. Rascarle bajo las orejas mientras miro con orgullo cómo caga en un alcorque. Así podría permitirme el lujo de no tener que entretenerme mirando a mis semejantes. Puede ser peligroso.
Justo cuando el semáforo va a ponerse en verde aparece a mi derecha una mujer. Unos cincuenta y con un gran ramo de flores entre los brazos. El celofán resplandece al sol tanto como las flores amarillas y violetas que envuelve. Resplandece más, de hecho. Es cegador. Pero esto sí que me apetece verlo así que entorno los ojos y contemplo cómo lo deja en el suelo con sumo cuidado, saca un rollo de cinta aislante del bolso, corta un trozo con los dientes y pega el ramo y un papel a una farola. Me sobrecojo. Siempre he querido ver lo que estoy viendo. Algún artista floral de la muerte en las esquinas, de la sangre y los cristales rotos. Mucho más impresionante que descubrir una obra de ese tal Bansky o de su flamante rival Robbo. En esto sí que hay verdadero sentimiento; la mujer besa las flores antes de irse. Me gustaría ver a un grafitero haciendo lo mismo.
En un instante decido ir tras ella. Por fin ha ocurrido algo diferente cerca de mí, a dos metros escasos, algo digno de ser estudiado. Que le den al trabajo. Diré que me he puesto malo y cruzaré los dedos. Antes de empezar a seguirle los pasos a la mujer leo la nota explicativa. Tiene aproximadamente las mismas dimensiones que los cartelitos que ponen a pie de foto o cuadro en el museo de arte moderno. Tu madre, que te quiere. Sin ninguna razón objetiva atribuyo a la víctima del accidente unos veinticinco años y sexo masculino. Y me digo que debe de ser porque me gustaría saber qué pensaría mi madre si me muriera. Pero luego me doy cuenta de que lo pienso por la sencilla razón de que llevo bastantes meses fantaseando con el suicidio, y que en realidad me da exactamente igual lo que pudiera pensar nadie en caso de que lo llevara a cabo.
Sigo a la mujer guardando una distancia prudencial. No sé por qué, en realidad. Es evidente que no tengo necesidad de disimular mi presencia porque ella no tiene nada que esconder. No ha hecho nada perseguible. No huye de nada. Y seguro que no se imagina que alguien haya decidido seguirle por el simple hecho de ver cómo rendía tributo a su hij¿o?. Sin embargo me aterroriza la posibilidad de que de repente se gire y venga a pedirme explicaciones.
Solo después de observar sus movimientos durante un par de horas creo que descubro la razón de mi miedo. La he visto comprar un kilo de patatas y arreglo para el cocido en una verdulería. La he visto titubear un par de minutos ante el escaparate de una zapatería para acabar entrando y llevarse unos zapatos de tazón. La he visto encontrarse con un chaval por la calle, que de manera evidente ha intentado pasarle desapercibido. Han hablado un breve rato. Él ponía cara de circunstancias. Debía de estar al tanto del aniversario. Más probablemente, debe de haber reparado en el dato al ver a la mujer, de ahí su manifiesta incomodidad. Pero ella la ha pasado por alto y se ha despedido de él dándole dos de los besos que ya nunca podrá darle a su hij¿o?. Luego ha seguido su camino entre los peatones. Lo único que en ella podría llamar la atención en caso de prestársela es que no rectificaba su rumbo lo más mínimo entre la multitud. Eran los demás los que tenían que acabar apartándose. Al final se ha sentado en la terraza de una cafetería. Yo tenía la esperanza de que se pidiera un gin-tonic o algo por el estilo, pero un simple café con leche le ha bastado. Y ahora estoy un par de mesas a su izquierda, absolutamente empequeñecido por el sol y por lo que he visto, deseando que no le dé por fijarse en mí con motivo de mi persecución o de cualquier otra cosa. No sabría qué decirle a alguien así, tan deslumbrante.
Iván Rojo
No hay comentarios:
Publicar un comentario