martes, 25 de agosto de 2009

DESTINO SUDDER STREET by Mincho.


No quería tomar un taxi. Tailandia ya había sido suficiente para mi básica economía de subsistencia y no deseaba permitirme más lujos de momento. Además, aquella mañana ya había tenido que pagar un caro taxi para ir de Bangkok al aeropuerto. Debido a lo temprano de mi vuelo no había logrado encontrar un autobús que me hiciera mas económico el trayecto.
Calcuta estaba caluroso a aquella hora de la mañana. Yo me encontraba un tanto traspuesto por el madrugón y el viaje pero emocionado y feliz de volver a casa y de saludar con un gran “namaste” a “Mama India” y a todos los hermanos hindúes que me salieran al paso.
En India aprendí a no echar de menos a nada ni a nadie pero, curiosamente a partir de ese momento, comencé a echar de menos la India cada vez que me iba a otro país. ”Mama India”, mi gran apego. En India aprendí también lo que, con el tiempo, se había convertido en mi deporte favorito: dejarme llevar por el “Río de la Vida”.
A penas conocía Calcuta pero me sentía seguro, de regreso a mi territorio. Todo estaba bajo control aquí, pensaba, sabiendo que en este país siempre existe una posibilidad todavía mas barata de hacer las cosas.
-Cogeré un autobus y que la fortuna me vaya guiando-me decía sintiéndome acunado por las manos del destino-.Me dejaré llevar allá donde me transporte el viento, seré una pluma a merced de su soplido.
Pero la “pluma” no era demasiado ligera. Cargaba con una mochila, un bolso de mano, una guitarra recién adquirida en Bangkok y mi tabla, el instrumento de percusion hindú. Todo era llevadero excepto la tabla, que resultaba una carga extra dificil de soportar. Cien metros lisos caminando con la tabla y aquello se convertía en un tablón, en el madero de Jesucristo camino del tercer campo base del monte Everest.
Llegué como pude a la polvorienta calle donde se suponía que paraban los autobuses. Las indicaciones eran bien sencillas: coger un bus hasta una parada de metro, tomarlo y de ahí ir al centro para luego caminar diez minutos hasta Sudder street, la calle donde se alojaban todos los turistas de bajo presupuesto.
Tomé el primer autobús destartalado que quiso cargar conmigo, así funcionan las cosas cuando te pones en las manos del destino, y pregunté por la estación de metro. Nadie sabía nada sobre aquello. Lo único que logré sacar en claro era que no estaba permitido entrar en el metro con exceso de equipaje.
-Tranquilo-me dijo el condutor mientras esquivaba la enésima vaca sagrada-yo te llevaré a donde te tenga que llevar.
Al menos eso fue lo que pretendí intuir de su charla en bengalí, la lengua local. Así que bajé donde tenía que bajarme, que resultó ser la calle contigua a una estación de ferrocarril. El acceso estaba complicado, subiendo y bajando escaleras metálicas. No apto para personas con minusvalía física ni para porteadores de tabla al borde de la parálisis galopante. Ya en el andén pregunté resoplando a unos policías que sesteaban en un banco. Me miraron de arriba a abajo y me mandaron sin dudarlo de vuelta a las atestadas y apestadas calles de Calcuta. Escaleras arriba, escaleras abajo y ya fuera de la estación abordé a varios taxistas para tomar la directa a Sudder street y solucionar de una vez el problema. El precio de la carrera era elevado; más caro que si hubiera tomado el taxi directamente del aeropuerto. Definitivamente el bus me había alejado de mi destino final.
Sin fuerzas pero con determinación regresé por aquellas empinadas pasarelas. Las gotas de sudor ya me iban marcando el rastro. Saludé desde lejos de nuevo a los policías, como diciendo: Pues sí, por lo que sea estoy aquí otra vez. Qué pasa. Esta vez busqué a algún transeunte más despierto para que me diera la informacion que necesitaba. Se me erizó la piel. ¡La única posibilidad que me ofrecían era tomar un tren local! Recordé Bombay hacía un año, cuando había tomado por última vez uno de aquellos trenes del Infierno. En aquella ocasión había perdido una zapatilla además de los estribos y había prometido no volver a subir nunca más en ninguno de aquellos cacharros del holocausto judío reciclados de la Alemania Nazi.
Tragué saliva cuando lo vi llegar a lo lejos. El andén se había llenado de gente, de polvo y de calor. Tomé aire, agarré todo lo fuerte que pude mi pesada carga y me introduje en el tumulto de gente. Me dejé llevar por la multitud, que ahora empujaba y forcejeaba para hacerse un sitio en el interior de uno de los vagones. Sabía que la única posibilidad de éxito estaba en no oponer resistencia; ser solamente un pedazo más en aquel amasijo carnoso en el que nos habíamos convertido los que pretendiamos, a toda prisa, un hueco en aquel vagon de ganado. El tren salió pitando instantes después de haber parado y yo iba dentro. ¡Lo había conseguido! Ahora intentaba estirar el cuello para tomar una bocanada de aire y encontrar unos centímetros cúbicos donde posar el equipaje. Me ayudó un hombretón fornido y bigotudo, repartiendo unos empujones aquí y allá.
-¿De dónde eres, amigo?-Me preguntó moviendo el bigote.
-De España-le respondí tomando resuello, casi pegado a su pecho.
Terminó hablando de fútbol, entre el frenazo y la arrancada de cada parada. Que si Ronaldinho jugó en el Barcelona, que si hay que ver como estaba la liga este año ,que si Maradona habia venido a hacer un show televisivo a Calcuta. Mientras hablaba me iba imaginando a Maradona, Fidel Castro y la Madre Teresa de Calcuta representando un “Belén Viviente”para la televisión local. Debían de ser los delirios por la falta de oxígeno.
Salí de allí despedido y detras de mí, volando, todo mi equipaje. Respiré aliviado y bajé la mirada a mis pies. Estaba vivo y además ¡todavía tenía las chancletas! Con las últimas fuerzas salí de la estación buscando un taxi.
-¿Cuánto a Sudder street, hermano?
El tipo arqueó una ceja viendo venir el negocio del día. Era un hombre de piel y mirada oscura y brillante, bigote polvoriento, una frente sudorosa y amplia por la calvicie y una camiseta comida por las ratas que rezaba entre lamparones, en lo que antes fueran letras plateadas:"DOLCE E GABANNA".
-Trescientas rupias-me respondió sin bajar la ceja.
-Setenta-le rebatí sin tener idea de dónde me encontraba ni de lo lejos que podía quedar mi destino.
-Ciento cincuenta-tentó el taxista.
-Setenta y cinco-subí la apuesta.
-Ciento veinte.
-Ochenta.
-Ochenta, O.K -, dijo con un rictus solemne mientras bajaba la ceja cerrando el trato.
El tipo cargó mis bártulos en el maletero de su abollado taxi y lo cerró con un candado. Entré al fin victorioso en el auto. El diseño interior de moqueta polvorienta de piel de leopardo parecía salido de una película de Almodovar. Desenfundé mi recién estrenada guitarra y me puse a canturrear "victoria" con una rumba gitana. Cuando terminé todavía no habíamos arrancado.
-¿Nos vamos?-Le pregunté.
-No, tenemos que esperar a llenar el taxi.
-¡¡¿Cómo que qué?!!
-Sí, mira, el precio mínimo para llevarte a Sudder street es ciento veinte rupias; si pagas ochenta tienes que compartir el viaje-Me dijo convencido.
-¡¡Pero tú me dijiste que ochenta!!
-Sí, sí, ochenta pero compartiendo el viaje ¿entiendes?
Salí del coche dispuesto a no perder más el tiempo con aquel bucanero de carretera secundaria pero me encontré con el grueso candado cerrando el maletero.
-¡Abre el maletero! ¡Me voy a otro taxi!
-Espera a que venga alguien para compartir el viaje y te lo dejo en ochenta.
Asombrosamente me quedaban fuerzas y lucidez para tomar distancia y no dejarme envolver por la situación. Seguía en manos del destino y este todavía me quería mostrar algo.
Cogí papel y bolígrafo y con toda tranquilidad anoté el número de la matrícula.
-Abre el maletero o voy a buscar a la policía, hermano.
El raptor de mi equipaje pareció no inmutarse.
-Venga, no te pongas así-me dijo condescendiente-. Te lo dejo en cien, ¿O.K?
-¡¡Ochenta!!
-No, hombre, ya te dije que ciento vente era el precio mínimo por hacerte el viaje a ti solo, pero te lo dejo en cien. ¿Me has comprendido...?
Los puntos suspensivos al final de la frase significaban "inbécil", no me cabía la menor duda. Un crujido seco en el pecho ,seguido de un metafórico humo saliendo por mis orejas me anunció que me estaba acercando a la línea roja de "no retorno". Por fortuna tenía una pareja de policías salvadores a sólo unos metros de allí. Estos dormitaban aún más que los de la estación anterior. Me hice el enojado.
-¡Señores policías, aquel taxista me ha cogido el equipaje y no me lo quiere devolver!
Medio sonámbulo, medio molesto por tener que trabajar a aquellas intempestivas horas del mediodía, uno de los agentes levantó con pereza la mano y llamó al orden al taxista. El tipo se acercó con parsimonia, intercambió unas palabras amistosas en bengalí y luego se dirigió a mí como si nada.
-Asunto arreglado-me dijo cordialmente-. Nos vamos.
Mientras tanto los policías me hacían un cordial gesto de "vete de aquí de una puñetera vez."
-Bueno-comenté al taxista mientras regresábamos al coche-. ¿Entonces, ochenta rupias?
-No, no-dijo volviendo a arquear la ceja-. Como ya te expliqué ciento veinte es el precio mínimo, pero te lo dejo en cien.
Definitivamente, pensé, la policía de este país sirve para bien poco.
-¡¡Que me des mi equipaje de una maldita vez !! ¡¡ Quiero mi equipaje !!
Empecé a gritar desconsolado esperando que alguien, quizá algún Dios compasivo de aquel país, se apiadara de mí.
-¡Bueno, bueno, cómo te pones! Venga, te lo dejo en noventa.
El desconsuelo se me fue igual que había venido. Claramente aquel tipo me estaba toreando pero el duendecillo de la ecuanimidad me estaba susurrando al oído que no era tan mal precio y que, al fin y al cabo, media derrota era igual que media victoria.
-¿Todos los taxistas de calcuta son así de ladrones, hermano?-Le pregunté mientras hacíamos por fin el trayecto.
-Cántame una canción-. Me respondió con sorna.
Tomé la guitarra y le canté aquella del Fari: "Conductor,amigo conductor, la senda es peligrosa..."
Sudder Street estaba a tan sólo unas cuadras de distancia. Probablemente el precio real de la carrera era la mitad de lo que iba a pagar. Cuando al fin llegamos y recuperé mi mochila, saqué un billete de cien rupias. Rebusqué en el fondo del bolsillo por si encontraba algo de calderilla ¡¡Maldición, no llevaba dinero suelto!!
Le entregué el billete a sabiendas de que todavía me quedaba una última batalla.
-Mírame a los ojos-le dije- ¡Como no me des las diez rupias de la vuelta te juro por todos los Dioses de la India que te pongo una denuncia!
Los dos supimos que aquella frase no estaba en el guión de la obra teatral. Que aquello era cierto y venía de algún lugar ignoto situado entre mis vísceras.
-Pero ya sabes que el precio min...
-¡¡No hay peros!!
Su ceja cayó de golpe, a mí me pareció que para siempre. Por primera vez, aquel bandolero de guante blanco vestido por la alta costura italiana, parecía darse por vencido. Cuando el billete de diez rupias apareció al fin en escena, todo se desvaneció alrededor, todo perdió color y consistencia. Tomé el billete en mi mano, como un preciado tesoro, y lo observé una larga fracción de segundo con todo detenimiento. Fue entonces cuando el rostro de Mahatma Gandi, retratado en aquel papel moneda, pareció girarse hacia mí. Me miró unos segundos y acentuando su hermosa sonrisa de padre espiritual de toda India, me guiñó un ojo. Cambié el billete de mano y se lo devolví al taxista tal como había venido.
-Toma hermano, la propina.

Mincho, relato inédito.

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