Me gustaba andar. Sobre todo cuando estaba borracho. Era como hacer el muerto sobre el mar, permitir que las olas me acunaran, me arrastraran hasta dejarme varado en la playa. La única diferencia era que en lugar de alzar la mirada y encontrarme con el azul luminoso del cielo veía los bloques de viviendas de los barrios trabajadores -en los que ya casi nadie trabajaba- inclinándose hacia mí, hablándome al oído, recordándome los viejos tiempos, pero a la vez ensuciándome la oreja con su saliva maloliente.
Yo había crecido en uno de esos barrios, no importaba cuál, porque aunque entonces nos parecía a cada uno que el nuestro era singular -el barrio sin ley, el barrio conflictivo, EL BARRIO- en realidad eran todos iguales. Los edificios gemelos, cuarteados en bloques de cemento, sus fachadas descascarilladas, sudando sangre gris, los chandals limpios colgando en las ventanas, el ruido de los tubos de escape trucados de las motocicletas robadas, los gritos de los chavales en los portales, sin otra cosa que hacer y sin ganas de hacer otra cosa, las mierdas de perros en las aceras (últimamente, por cierto, todas las familias tenían un perro, y era el padre quien lo sacaba a pasear)...
Aquello era lo que me diferenciaba de Lorea. Raíces que crecían en las tripas y te las revolvían.
Me pregunté cuanto tardaría en regresar al barrio. Todo aquel que no hacía de tripas, de aquellas tripas de madera, corazón, terminaba regresando. Las fronteras también existían, quizás eran las únicas que existían de verdad, en cada ciudad, en cada país, y la única manera de atravesarlas era la traición, el olvido, la delación... Eso o la guerra. La guerra en los barrios se llamaba revolución, pero ya nadie lo recordaba. Sólo recordaban el nombre de sus perros.
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