Me gustan los gatos, los gatos callejeros. Hace unos meses el ayuntamiento colocó contenedores de basura por toda la ciudad y se lo puso difícil. Antes la basura se amontonaba en las esquinas y cuando bajabas al barrio andando podías ver turbas de gatos que huían a tu paso entre las bolsas de desperdicios. Eran gatos como los chavales del barrio, callejeros que se buscaban la vida entre las sobras de los ricos, callejeros castigados, como ellos, por eso; los chicos encerrados en coches Z, camino de la comisaría; los gatos apedreados por los niños, por los viejos, por todos.
Ahora no sé dónde están esos gatos salvajes.
A veces, antes, cuando los gatos lo tenían más fácil, algunos se te quedaban mirando con arrogancia, clavando sus preciosos ojos en ti, y maullaban, y hasta se dejaban acariciar, sin apartar nunca esa mirada descarada y brillante. Los gatos sabían que tú eras como ellos, un perdedor, un salvaje, un callejero, que tú también buscabas entre la basura de los hombres algo que te permitiera sobrevivir. Los gatos te miraban y tú te acordabas del sabor amargo de una cerveza, y sentías el humo de mil cigarrillos haciéndote cosquillas en los pulmones, y sabías que tenías los bolsillos vacíos, que eras pobre, y querías escupirle tu rabia y tu orgullo a alguien, a la sociedad, a la cara...
Ahora ya no sé dónde están esos gatos callejeros. El ayuntamiento, con sus contenedores, se lo puso difícil. El ayuntamiento, sin embargo, con sus contenedores, nos lo puso fácil a nosotros. Arden que da gusto.
Fragmento de Parpadeos (1991), relato incluido en Ajuste de cuentos (Patxi Irurzun).
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