lunes, 31 de agosto de 2015

LITERATURA YONQUI (5) por Pablo Cerezal.



Jack Kerouac (1922-1969), bisexual encubierto, drogadicto recreativo y alcohólico empedernido, hace del camino su vida y de su literatura trayecto sin destino. El beat por excelencia, el padrino de la alteridad vital y literaria, es un devorador de ritmos que deben ser vomitados hasta el síncope sobre las páginas. Ritmos de anfetamina y locales de jazz clandestinos, en los que el sexo se hace negro como el humo y la piel de los congregados a la bacanal de la libertad y el no future.

Kerouac escribió la Biblia del movimiento beatnik, En el camino, en un rollo de papel continuo, sin revisiones ni pausas, llevado por la incombustible actividad psíquica que propician las anfetaminas. Las suelas de los propios zapatos como único mapa probable, y las drogas como compañeras fieles e insustituibles: efedrina y marihuana, no sólo anfeta. Y otra droga, sí, el jazz, cuyo ritmo sincopado regía el deambular de unos párrafos plenos de euforia y ganas de vivir. “La única gente que me interesa es la que está loca, loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando como arañas ante las estrellas”. Casi nada.

La anfetamina es, quizás, el más potente estimulante que podemos aplicar a nuestro sistema nervioso. Tanto que hasta los deportistas, esos nuevos dioses del Olimpo en el que ya no creemos, la utilizan con igual desenvoltura que un carpintero las alcayatas. Tal vez lo hagan, los deportistas, por colgar de tales escarpias unas alforjas reventonas de papel moneda. En el caso del escritor norteamericano, el uso y abuso de la citada sustancia propició las orgías tipográficas a que se entregó para dar a luz, con la celeridad de un parto demoníaco, un buen puñado de obras literarias que ya son referente ineludible para los amantes del párrafo y la sensación.

Literatura del trance. Trance de la droga, el alcohol, la euforia desatada y el deseo de vivir, como los buenos rockeros, rápido y deprisa, para dejar un hermoso cadáver. Y las drogas psicodélicas que, en aquel tiempo, iban de manera inevitable unidas a la espiritualidad oriental. Atracción de lo exótico, supongo. También visitó Marruecos el buen Kerouac. De hecho fue quien allí recogería del suelo de una habitación de pensión regentada por cucarachas las páginas desperdigadas por el temblor morfínico de Burroughs para incitarle después a publicarlas bajo el nombre de El almuerzo desnudo. Luego iría más lejos, en busca de una inspiración zen que le arrebatase, quizás, de los designios de una vida alcoholizada que se le llevaría en brazos de la cirrosis. De aquel interés por lo zen nacieron Los vagabundos del Dharma, obra que debería estudiar, por si acaso, el renombrado Paulo Coelho.

Aquellos años, aquellas vivencias, dieron un giro brutal al timón de este velero llamado literatura que demasiados desean comandar. Imposible negar la influencia, en esta nueva travesía, de las drogas. Pero continuaron años en que los estupefacientes arrasarían las calles de las principales ciudades occidentales, especialmente estadounidenses, cebándose en la negra piel de los descendientes de los esclavos, los únicos estadounidenses verdaderos (si obviamos a los indígenas de pluma florida y pipa de la paz sucia de cuero cabelludo que nos vendieron en televisión y cines, durante demasiado tiempo), esclavizándolos con nuevos métodos, más retorcidos, que les hacían soñar con desertar de una vida que les devoraba las entrañas. La alegría desbocada de Kerouac y compañía nada tenía que ver con el inframundo de los supermercados de la droga que apuntalaban los suburbios metropolitanos.

Neal Cassady (1926-1968), reiterativo delincuente, constante y confeso consumidor de barbitúricos que poca herencia literaria dejó, más allá de erigirse en protagonista principal de algunas de las novelas fundacionales de las nuevas letras estadounidenses. Poco dejó escrito, pero sin sus psicotrópicas y alucinadas vivencias jamás hubiésemos llegado a leer a Kerouac, ni a Ginsberg. Cassady fue el Dean Moriarty de En el camino, y sus prolongados períodos de desenfreno sexual en brazos hembra de edad rayana en lo ilícito eran pespunteados, aquí y allá, por la costura macho de un amor pánico en brazos de Allen Ginsberg, o de cualquier otro que, según él mismo afirmaba, le proporcionase “lo que necesitaba, a cambio de sexo”.

Como digo, no fue un autor prolífico, ni por ello es recordado. Pero la literatura también son sus protagonistas, especialmente si de literatura confesional (¿acaso hay otra?) hablamos. Y Cassady recorrió la época beat batiendo con sus alas de ángel caído un firmamento de mitología moderna que otros, los escritores que como tal pasaron a la historia, supieron organizar con tinta. Lo de Cassady, aparte cualquier variación de desenfreno, fue el LSD. Él mismo llegó a ser quien conducía el autobús de Los Alegres Bromistas, aquel grupo de inocentes revolucionarios que recorrieron las carreteras estadounidenses, en los años 60 del pasado siglo, invitando a todo aquel que hasta ellos se acercase a consumir ácido y poner a prueba, con ellos mismos, los límites de su serenidad. Los célebres acid tests de aquellos bondadosos traviesos pasaron a la historia como uno de los ensayos menos serios para traer a la sociedad la utopía del amor libre y la libertad de prejuicios. Cassady condujo el autobús como antes había conducido diversos vehículos recorriendo de costa a costa la patria que le había visto nacer, embriagando, por el camino, con su lenguaraz carencia de límites, a Kerouac y compañía.


Pablo Cerezal


viernes, 28 de agosto de 2015

EL COCKTAIL DE LAS 25 HORAS EN PUNTO por Patty Bolan.




Quizá la fiesta más lisérgica a la que acudí y se llevó a cabo en mi ciudad natal, en el Pub que regentaba Pancho. Ni la habitación de Clarice llegó a los límites del Cocktail con el que Pancho agasajó a sus mejores amigos. Ambos teníamos entonces dieciocho años y estábamos finalizando el año 1988. 

Pancho me avisó para trabajar esa noche, así, de repente. Fue justo en la época en la que aún éramos pareja. Por aquel entonces yo le echaba una mano en el Pub, sobre todo los fines de semana, pero aquel día era jueves, no festivo y preparaban una fiesta muy especial. Me lo explicó muy por encima y decidí acudir, más que nada, por miedo de que alguno se sobrepasará con el LSD y quedara prendido del séptimo cielo para siempre. Pensé rápido y dije que sí, pasándoseme por la cabeza que Pancho se iba a exceder puesto que era muy amigo de los llamados trippis, y sí yo estaba cerca, en cierto modo quizá pudiese llevar las riendas de su subidón, para que la bajada fuera más suave. Respecto a decirle que no jugará tanto con su cerebro, pasé, en aquella época estábamos de descubrimientos y no hacía caso de nadie ni de nada.

La fiesta consistía en diluir los ácidos en cocktail y cada comensal podía tomar un chupito mini. La concentración no se sabía con exactitud por lo que se fijó esa cantidad como máxima, pero a la hora de la verdad, casi nadie lo respetó. Yo me encargaba de controlar un poco el tema, estaba completamente limpia, el ácido me daba tanto miedo tratándose de mi mente, que no probé, fui testigo y espectadora de un espectáculo digno de Fellini.

El Pub de Pancho tenía un pequeño hall a la entrada donde podías acomodarte, después, un pasillo que era recorrido por la barra y al fondo una especie de sala donde te podías sentar o bailar. También tenía taburetes a lo largo de la barra. Las paredes del fondo estaban decoradas con motivos pop art, una y pura Psicodelia, la otra. La cabina del pinchadiscos estaba justo al final de la barra, dando de frente a este último recodo. Y allí, justo en ese último, el espacio estaba bajo la iluminación de una lámpara, que imitaba los colores del arco iris, haciendo fluir una especie de ondas tipo burbujas psicodélicas.

Una de las personas a las que más se les fue la onda fue, Jesús, un asesor fiscal, seriote, de unos 35 años. Me pidió cocktail varias veces, le expliqué que era un chupito por persona pero se negaba a entenderlo, quería colocarse y quería hacerlo ya, así que a la primera de cambio, aprovechando que yo estaba en ese momento poniendo música y la fiesta empezaba a ser francamente efervescente y risueñamente ácida, se adueñó de la coctelera y no sé cuánto bebió, pero sí sé cómo acabó. Como tantos otros a lo largo de un party que se alargó casi hasta el mediodía del viernes.

En un momento dado, Jesús me dijo que se iba a casa, le encontré tan afectado que le acompañé a tomar un taxi al que previamente llamé, pero no podía dejar a Pancho solo con toda una pandilla de ácido hasta las trancas en su local y él colocadísimo disfrutando de un estupendo viaje, tal como él lo calificó posteriormente. Parece ser que Jesús llego a su casa en el taxi pero fue incapaz con las carcajadas que le dejaban sin fuerza de conseguir subir las escaleras, poco a poco fue reptando por ellas, mientras el ácido no dejaba de subirle. Fue tal su colocón que el temor y el pánico se apoderaron de él, no sin antes recordar que un vecino del edificio era psiquiatra, Don Julio. Jesús fue reptando escaleras arriba hasta la puerta de Don Julio, logró con gran esfuerzo llamar a su timbre y le explicó, tirado desde el felpudo, que se encontraba bajo los efectos del ácido lisérgico y que venía de una fiesta privada en un Pub donde había una pandilla que quizá corría peligro. Jesús tuvo que ser ingresado, no volvía en sí desde su mundo incontrolado, en el que las cosas y las personas crecían y decrecían a su antojo, saltándose la realidad tal y como la conocía.

Don Julio, en un gesto de humanidad y amabilidad, se dio una vuelta por el Pub, yo misma le abrí la puerta. Reconozco que aluciné cuando a eso de las ocho de la mañana se presentó en calidad de Psiquiatra para ayudar a los que quizá necesitaran aterrizar y a la vez me sentí mucho más tranquila. Hilé rápido y pensé en Jesús, Julio era su vecino, un hombre muy especial y amigable que con los años pasó a ser mi psiquiatra, pero tuvo para ello que transcurrir más de una década. Así fue como, de repente, entre los miembros del party, estaba un psiquiatra en privé comprobando las pulsaciones de los más afectados, las pupilas, la actitud. Fue una noche tan agitada que no recuerdo con exactitud a quién más ingresaron. Lo que sí recuerdo, y a día de hoy me hace partir de risa, es a Charly robándole el carrito al barrendero y explicándonos a todos, mientras empuñaba la escoba, que el coche no le arrancaba y que no entraban las marchas. El barrendero no daba crédito, intentaba dialogar con él pero Charly estaba en otra dimensión. 

Un rato más tarde varias personas más salieron del Pub, tomando caminos dispares que a lo largo de los siguientes días nos fueron narrando. Cada uno era una historia en sí misma. Está, por ejemplo, aquella chica de Zaragoza tan preciosa que acabó en la cama con un chico bastante mayor que ella y de pelo largo, detalle que en un momento dado le hizo ver a Jesucristo, salir pitando de allí con muy mal rollo y tirarse en plancha a pedir disculpas en la Basílica de San Isidoro. El cura que la encontró la tuvo que calmar, puesto que en su letanía no dejaba de suplicar y gemir perdón. Imagino que su educación influyó en esa moralina a bordo del trippi. Su cara al día siguiente era un poema: el rimel corrido, el llanto que no cesaba. Lo suyo fue un mal viaje. Pero los hubo de todos los gustos. Yo, por si acaso, no me aventuré. Pancho se acercaba a mí de vez en cuando y me decía, "cariño, ahora tú llevas el timón, eres la única del grupo que está serena. Confío en ti. Me dejo llevar".

La música acorde con el party no dejó indiferente a nadie. Pinchamos una selección de oro lisérgica y a las "25 horas en punto" el que no se había retirado a dormir su viaje, estaba liándola por la ciudad. Como Andrés, por ejemplo, que apareció cuatro días después sin saber explicar dónde transcurrió ese tiempo, con la mirada entre lobo y desquiciado y sin zapatos.

Por supuesto no fallaron en la fiesta temas como: "25 o'clock" de The Dukes of Stratospear, Sus Satánicas Majestades con su "2000 light years from home" o "Citadel", Syd Barret, Pink Floyd, Thirthteen floor elevators, Rocky Erickson, "Itchyco Park" Small faces, Los Electric prunes, Jefferson Airplane, Jimy Hendrix, Multicoloured Shades, "Sargent Peppers" de los Beatles, "Picnic Caleidoscopico" de Los Negativos, los Love... 

En este party no estabas tú, en esa época aún vivías en Ibiza. Pero llegó a tus oídos y, te gustó saber que sólo yo conservaba los sentidos intactos y fui timón, y no pasajera. En realidad, tú siempre aborreciste que yo en cierto modo imitara algunos de tus hábitos, básicamente la futura Ruleta Rusa. Pero eso pertenece a otro capítulo. 


Patty Bolan, de Ironías y la Montaña Rusa (Ediciones Mundo Lumpen, 2015).

jueves, 27 de agosto de 2015

LITERATURA YONQUI (4) por Pablo Cerezal.



Pero abandonemos el viejo continente para descubrir, cual tullido Colón de biblioteca, el nuevo mundo literario que germinaba al otro lado del Atlántico, donde esta fase, digamos espiritual, del matrimonio entre drogas y letras se hace terrenal en los callejeros urbanos de la modernidad.

Así, recién inaugurados los años 50 del pasado siglo, aparecerían en escena, desmantelando convenciones lingüísticas y sociales, los jinetes del Apocalipsis literario. Hablo, es evidente, de los beatniks. Y, entre ellos, siguiendo con mi personal preferencia, las voces inmaculadamente sucias de Allen Ginsberg, Jack Kerouac, William S. Burroughs y Neal Cassady. Aquí, la franja de lo psicoactivo se amplía hasta límites insostenibles: mescalina, bencedrina, morfina, ácido lisérgico, cocaína, marihuana, heroína…

Pero, vayamos por partes.

William S. Burroughs (1914-1997), homosexual y yonqui ávido y confeso, convierte su periplo vital y literario en mitología moderna. Cualquiera de las normas no escritas por las que se regía la puritana sociedad estadounidense de la época fue destrozada a dentelladas por el autor. El joven heroinómano se transformó, con el tiempo, en reverendo de las vanguardias del exceso y la palabra. Por el camino, sin importarle nunca la opinión ajena, deja un desastroso rastro de atropellos vitales y lingüísticos que pasarían a la historia de esa cultura que hemos dado en llamar underground.

El escritor estadounidense se estrena en el mundo editorial con Yonqui, un descarnado descenso a los infiernos de la heroína narrado en primera persona y desde el conocimiento más absoluto de lo que dicha droga proporciona y, sobre todo, de lo que arrebata. Más tarde llegaría el uso de otros opiáceos y la visionaria utilización del lenguaje que estos imprimen a sus textos. Textos de difícil asimilación: sincopados, carentes de argumento, pero plagados de violentas imágenes de desarraigo difícilmente olvidables para el lector que se interne en su bizarra jungla. Burroughs lo tenía claro: “El lenguaje es un virus”. Y como tal lo propaga en sus obras, cuya lectura es lo más cercano a un viaje de ácido que pueda experimentar cualquier lector atento.

Pero los ácidos no fueron principal protagonista del banquete toxicómano a que se entregó el citado autor. Burroughs anteponía, a todo y a todos, la heroína, vía intravenosa y jeringa compartida, inaugurando toda una épica del yonqui que aún desordena con su deprimente estampa algunas de las calles de nuestras ciudades. La heroína, esa puta consentida, ensució de flujos desorbitados las sábanas entre las que el escritor yanqui acomodaba sus noches. También sus días… que la heroína no sabe de horarios. Heroína, la dama blanca que muchos consideran madame de prostíbulo barato, la reina de las adicciones. Hija bastarda de la morfina, esta droga semisintética ha causado estragos en hogares de medio mundo, y aún lo sigue haciendo. Pocas sustancias se conocen con mayor capacidad adictiva que esta droga a la que el escritor norteamericano tomó por esposa a muy temprana edad. La ruptura, como en cualquier relación de amor verdadero, fue traumática. Pero ambos quedaron incólumes, como tras la ruptura entre cualesquiera amantes que se hubiesen profesado amor verdadero.

La obra de Burroughs, a pesar de las apariencias (que nunca son sinceras), se constituye como una clara denuncia de las drogas duras. Denuncia la utilización que de ellas hicieron las autoridades para aniquilar a toda una generación. Así lo deja por escrito: “El comerciante de droga no vende su producto al consumidor, vende el consumidor a su producto. No mejora ni simplifica su mercancía. Degrada y simplifica al cliente”. El almuerzo desnudo se inicia (o finaliza, ya no recuerdo) con un metódico glosario de drogas y sus efectos, como acompañamiento al insólito desvarío textual, sexual y sensorial de unas páginas que pasaron a la historia como la más desquiciada genialidad escrita hasta la fecha. Una genialidad que expone metafóricamente los métodos de control utilizados por las fuerzas del orden establecido para desbaratar los sueños de progreso y cambio de la juventud: las drogas duras de las que, apenas rozando la venerable ancianidad, pudo llegar a desengancharse el autor. Durante su redacción, las dosis de morfina que se inyecta Burroughs son decididamente desmedidas y, por si fuera poco, las adereza con ingentes cantidades de mayún, un contundente pastel de hachís especialidad de las tierras marroquíes que por aquel entonces habitaba. De ahí surge un libro que a día de hoy, lo aseguro, ningún editor en su sano juicio osaría publicar. Literatura, lo llamaban, con gran acierto.

Burroughs, a pesar de convertirse en máximo exponente de la modernidad y el ultraje, llegando incluso a influir en la creatividad musical de lo que hoy consideramos rock’n’roll (de sus páginas extrajeron Led Zeppelin su etiqueta heavy metal, por ejemplo), evitó dejar un cadáver bonito, y prefirió regalar a la posteridad uno decrépito… pero con las neuronas intactas. El viejo reverendo tal vez sea el ejemplo inequívoco de que las drogas, cuando se es consciente de su poderío destructor, pueden ser domesticadas.


Allen Ginsberg (1926-1997), homosexual y psiconauta confeso, hace de la vida de sus coetáneos material literario con que desollar la métrica monocorde de la poesía de la época. Al igual que su compañero de correrías, Burroughs, el poeta denuncia la utilización de las drogas como veneno corruptor de las mentes y cuerpos de toda una generación: la más brillante, aseguraba, que había parido el pensamiento estadounidense. Un pensamiento, el de aquellos jóvenes, en eterna confrontación con el militarismo gubernamental.

“He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, histéricos famélicos muertos de hambre arrastrándose por las calles, negros al amanecer buscando una dosis furiosa…”. Aullido, épico poema fundacional de la lírica que, desde el consumo de estupefacientes, pretende denunciar sus efectos. Así que largo poema de denuncia, al fin. Ginsberg desenmascaraba desde la comprensión. Empatía lo llaman hoy, aplicado a las relaciones mercantiles que nos subyugan e hipotecan… y no andan tan descaminados. Mercantiles eran las intenciones de quienes suministraban drogas duras a los integrantes de las capas sociales más bajas. Eso, al menos, es lo que comprende y pretende explicar, vía su poética del caos, este alucinado hermano mayor de la poesía beat.

Fue Ginsberg quien arrastró hasta Marruecos a sus compañeros de correrías para iniciarles en las ceremonias del hachís y el mayún. Él mismo se arrastró más allá, al menos sensorialmente, hasta la India y Nepal. Quedó sensiblemente afectado por el contacto con dichas culturas. En sus viajes físicos y psíquicos hizo acopio de misticismo y de sustancias que lo potenciasen. Su uso de las drogas, más que recreativo o inspirador, afianzaba sus pilares sobre ese terreno tan pantanoso que es la búsqueda espiritual. Esperaba hallar, en las drogas, el yo amedrentado por el marasmo de una sociedad acorralada por el mercantilismo y la individualidad violenta, y encontraba en ellas potencia suficiente para seguir defendiendo una vida contraria a la política que obligaba a muchos de sus conciudadanos, por aquellas épocas, a entregar la vida por causas ajenas y enajenantes.

El hachís, en el caso de Ginsberg (igual en el de Burroughs), fue la más benévola de las drogas. Hachís marroquí, polen, a ser posible, el elixir de los dioses, la droga amable que se merienda neuronas (falso, aunque lo aseguren sus detractores) para mejor amargar, a los comensales, la distópica cena de la sociedad contemporánea. El hachís agranda los vericuetos sensoriales, desmadeja los relojes, y remienda los dolores sin desorientar por ello a sus consumidores en la noche de la idiocia. Clarividencia, dijeron los beats, que ya existe en todo ser humano antes de que las normas sociales se empeñen en empañarla.

Ginsberg fue un gran consumidor de hachís. También de otras drogas más complejas. Dignas de estudio son Las cartas de la ayahuasca, un compendio de correspondencias cruzadas con Burroughs alrededor del uso y efectos de dicho cóctel de plantas enteógenas. Ayahuasca, la droga mítica, cuyo nombre proviene del quechua y significa algo así como “soga de muerto”. Sus ancestrales inventores creían que era la maroma que permitía al espíritu abandonar el cuerpo sin que este perdiese, definitivamente, la vida. Casi nada.

Por más que denostase públicamente los nocivos efectos de las toxicomanías, algo de ello debió influir en el perfil pseudofilosófico con el que talló su perfil cromañón el gran Allen Ginsberg. Su sonrisa de sátiro iluminado forma parte de la literatura, como sus cristalinos y sonrientes versos. Esa sonrisa de fauno lascivo es la que incita a más de uno a pensar que abusó de las drogas más por incitar al delirio a sus jóvenes amantes que por desenredar el verso de lo cotidiano.


Pablo Cerezal


martes, 25 de agosto de 2015

LITERATURA YONQUI (3) por Pablo Cerezal.



Como Jean Cocteau, también Artaud se dedicó al cine. De ahí la brutalidad estética y onírica de la poesía de ambos, tan visual, tan cinematográfica. Es evidente que el consumo de drogas diversas logró, en ambos, que sus alucinadas visiones pasaran a formar parte de una manera de entender la creación artística que ya no nos abandonaría.

Si bien aún no está demostrada la veracidad de sus textos, y estos pertenecen a una época posterior, sería de mal gusto, habiendo hablado ya del peyote, no recordar a Carlos Castaneda (1925-1998), escritor estadounidense de origen peruano. En sus obras desmenuza para el lector y el curioso occidental los ritos chamánicos de apropiación de la conciencia que utilizaban los indios yaquis, originarios, también, de México. Las enseñanzas de Don Juan se convirtieron en libro de cabecera de toda una generación de jóvenes occidentales preocupados por traer a este mundo material las bondades de lo espiritual. No son pocos quienes aseguran que la obra de Castaneda es pura ficción, a pesar de que él afirme que es la transcripción exacta de las enseñanzas que el propio autor recibió del chamán llamado Don Juan, tras compartir ritos ancestrales que acompañan al consumo de peyote.

Una obra que, en esta línea, asegura al lector un conocimiento más científico y menos onírico es la memorable El río, en la que el antropólogo Wade Davis (1953) reconstruye las vivencias del etnobotánico Richard Evans Schultes (1915-2001) que, estudiando los orígenes, composiciones químicas y aplicaciones a dolencias de todo género de las numerosas drogas que florecen en los vegetales amazónicos, abrió las puertas al conocimiento de los curativos naturales. Lamentablemente, también abrió las puertas a los grandes mercaderes de la farmacopea moderna, CIA y FBI por medio. Lean esta obra, no tiene desperdicio.

También, en este plano más científico, podríamos ubicar las obras del literato francés Henri Michaux (1899-1984), dedicadas a los efectos de la ingesta de opio. Michaux, vagabundo infatigable cuyas obras sobre el periplo de quien decide exiliarse entre extranjeros que no lo son tanto son difícilmente olvidables para quien haya decidido viajar en su compañía. Él tuvo la suficiente fuerza de voluntad para narrar los viajes interiores que proporcionan las drogas, conduciendo con pericia el desequilibrio que proporciona su consumo, sobre la cuerda floja de la cordura, sin tropezar en el intento.El infinito turbulento… densa poesía del desarreglo de los sentidos, congregada ya en el propio título. ¡Chapeau!

Y, por abundar en el tema, obligada la lectura de Las puertas de la percepción, de Aldous Huxley (1894-1963). Tal vez la percepción que le proporcionaron, al citado autor, el consumo de psicofármacos, aparte de regalar nombre al grupo de músicos comandados por Jim Morrison, propiciaran la lucidez con que auguró el futuro que ya vivimos en Un mundo feliz.


Pablo Cerezal


lunes, 24 de agosto de 2015

LITERATURA YONQUI (1) por Pablo Cerezal.



Pequeño inventario de literatura yonqui.
Drogas y literatura, un paseo personal.


No sé por qué se escribe. Yo no lo sé. En realidad, creo, ninguno de los que lo hacemos conocemos el motivo exacto. A pesar de ello, todos los que escribimos tenemos un buen catálogo de explicaciones, más o menos epatantes, preparadas, por si llega el afortunado momento en que seamos entrevistados para alguna publicación de gran predicamento, o algo por el estilo. A mí, personalmente, me gusta asegurar que escribo para evitar convertirme en asesino en serie. Pero tengo otras respuestas. Todo depende del momento, ya digo.

El caso es que, a pesar de no tener muy claro el motivo que nos induce a escribir, es evidente que para hacerlo se precisa escapar de la realidad. A modo de recetario, que es algo muy en boga en estos tiempos de fascismo encubierto tras fogones televisivo:

—Primero: vivir, mucho y muy intenso, empaparse de realidad.
—Después: huir de ella para, así, poder recrearla en la escritura.

A veces no es fácil, muchos de ustedes lo saben. Puede llegar a ser incluso doloroso. Y, para evitar tal tormento, muchos literatos, al igual que practicantes de otras disciplinas, han recurrido, históricamente, a otro suplicio, más tormentoso si cabe: el consumo de drogas. Aparte los propios abismos personales a los que cada uno se enfrenta, está comprobado científicamente que el uso de drogas psicoactivas excita la zona del cerebro en que se procesa el lenguaje, provocando una intensa estimulación de la capacidad verbal. Otro motivo de peso, pues, para que tantos y tan grandes literatos hayan recurrido al consumo de estupefacientes durante su proceso creativo.

Hacer un recorrido histórico del uso de las drogas en la creación literaria sería tarea que podría emplear varios tomos bien surtidos de páginas y referencias. Por ello me propongo en esta breve exposición un par de objetivos: en primer lugar ser, efectivamente, lo más breve que mi natural tendencia al exceso me permita; y, por otra parte, recurrir a mis propios gustos y obsesiones. Al fin y al cabo, uno no sabe escribir si no lo hace acerca de sí mismo. Llámenlo narcisismo, si lo desean, pero ya dije que de no invertir mis horarios menos amables en escribir posiblemente los hubiese dedicado a recorrer los intrincados senderos del asesinato serial. Así que, sea dejar impresas mis obsesiones la mejor terapia para evitar tal dislate. Tampoco deseo hacer una enumeración de obras literarias escritas bajos los efectos de los psicotropos. No. Más bien deseo ceñirme al título, y hablar de literatura yonqui, o sea, aquella escrita por literatos fuertemente enganchados al uso de diversas drogas.

¡Ah!, lo olvidaba: por supuesto, dejaré a un lado el alcohol. Sería más fácil hacer un brevísimo recuento de los escasos escritores abstemios que hayan tenido algo importante que decir en la historia de la literatura.

Y para iniciar este egocéntrico viaje al uso de estupefacientes en la literatura, nada mejor que comenzar con mis amados Baudelaire y Rimbaud.

Charles Baudelaire (1821-1867), poeta maldito por excelencia, consumidor desordenado de alcohol (por supuesto), láudano, opio y hachís, autor del mítico poemario Las flores del mal, que tanto ha hecho por la poesía posterior al siglo XIX. Hubo muchos otros antes que él, pero para mí es el primer yonqui de la literatura digno de sincero y eterno elogio. He enumerado algunas de las drogas que consumía el decadente bardo francés, citando por separado el láudano y el opio, cuando el primero es un preparado del segundo. Un preparado en que al opio le complementan ciertas dosis de azafrán, canela, clavo… suena delicioso, ¿verdad? Debía serlo, a tenor de la recurrencia con que el poeta se entregaba a tal precipitado de elixires. Nada que decir del opio. Creo que es de sobra conocido, y en el imaginario popular abundan las imágenes de fumaderos orientales en que un puñado de chinos serviles proporcionan decoradas pipas a sus aturdidos clientes. Lo que parece no ser tan conocido, o al menos haberse obligado a olvidar, es que fue el Imperio Británico quien impuso a los chinos, justo en tiempos de Baudelaire, el consumo masivo de opio para engordar las ya gruesas arcas del archipiélago inglés. Que las guerras del opio las iniciaron los mismos mercaderes que inician todas las guerras que aún son, y las que serán… acudan a los libros de historia si no me creen o me consideran partidista, racista, o en ese plan.

El láudano, a diferencia del opio puro, no se fuma. Se consume por vía oral. Los efectos son idénticos. La variación reside en la celeridad con que los mismos acometen al usuario. El opio provoca el abandono total y absoluto a los enrevesados vericuetos de la mente, proporcionando una sensación de relajación difícilmente accesible por otros medios. Pero no olvidemos que, en el siglo XIX, estas drogas eran medicamentos de uso común para tratar todo tipo de dolencias. De hecho, ya se encargaron los británicos de imponer a la población china una farmacopea de anulación y libra esterlina. Como cualquier medicamento, hoy día, que cura más los bolsillos de los poderosos que los organismos de los necesitados.

Pero no nos desviemos del tema. Regresemos a Baudelaire y sus drogas. Sí, el poeta las probaba, las consumía, analizaba sus efectos, los disfrutaba pero, presa de su carácter torturado, también los sufría. Sus experimentaciones con los narcóticos engendraría una obra de difícil catalogación (como cualquier obra digna de consideración) e insustituible lírica que el autor tituló Los paraísos artificiales. Lejos de hacer una defensa a ultranza del uso de sustancias alteradoras de la conciencia, Baudelaire pone en entredicho la poca moralidad del mismo, y el peligro de que sean ellas quienes comiencen a usar a la persona, y no al contrario. De hecho, deja escrito que “está prohibido al ser humano, bajo pena de decadencia y de muerte intelectual, alterar las condiciones primordiales de su existencia y romper el equilibrio de sus facultades”, o que “toda persona que no acepta las condiciones de la vida vende su alma”.

A uno, personalmente, le agrada más el Baudelaire drogadicto, producto del cual crecerían esas Flores del mal que reverdecieron de estupor y látigo la lírica del siglo XIX. Si es preciso intoxicarse de hachís, opio, o derivados, para escribir tal obra maestra, y dejar en ella frases como la certera “¿Qué es el Arte? Prostitución”… ¡Bienvenidos sean!


Pablo Cerezal


sábado, 22 de agosto de 2015

LITERATURA YONQUI (2) por Pablo Cerezal.




Arthur Rimbaud (1854-1891), el enfant terrible por antonomasia, el joven anarquista de la palabra y la vida sin cuya existencia la poesía estaría claramente a la baja, o seguiríamos declamando cosas del tipo “Brilla el sol de septiembre radiante / reflejando la gloria inmortal / del gran pueblo que firme y constante / fue el primero en la lucha marcial”. Sí, lo sé, estos “versos” forman parte del Himno de Cochamba, pero es que hay algunos que lo consideran poesía… espero que nadie se ofenda por este exabrupto Al caso: si Baudelaire inauguró el malditismo literario, Rimbaud, sencillamente, inauguró la poesía moderna. 

Rimbaud, efebo maligno, delicuescente magnificador del exceso, a pesar de amar la poesía de Baudelaire, le llevaba la contraria enalteciendo la alteración de las condiciones naturales de la vida humana por todo medio a su disposición. Así fue que desordenó sus años adolescentes, aquellos en que se dedicó a la escritura, con todo tipo de sustancias intoxicantes, del láudano al hachís, pasando por la absenta, obsesionado con agudizar hasta el extremo todos los sentidos. “Caer en el abismo, cielo, infierno, ¿qué importa? / al fondo de lo ignoto para encontrar lo nuevo”. ¿No es acaso este deseo común a todo el que escribe, e incluso a todo el que aspira a abandonar la vida asegurando haberla vivido? Y, por si acaso el deslumbrante torrente verbal y sensorial de sus Iluminaciones y su Temporada en el Infierno lo dejaban poco claro, el poeta insistió, en sus Cartas del Vidente, al exclamar: “Yo es otro”. Eso, amigos, y nada más, es o puede ser la Poesía. Allá quien no lo comprenda.

Hay historiadores y biógrafos que afirman que un jovencísimo Rimbaud fue violado por un pelotón de soldados durante su primera escapada a la capital francesa. Aquel suceso coincidió, en el tiempo, con la Comuna de París. Un bisoño Rimbaud había entregado sus ansias juveniles de libertad a la causa ciudadana, y quiso ser testigo de primera fila. Cantó a las mareas de la libertad y la organización obrera, pero fue domeñado por los rigores de la realidad más salvaje. No son pocos los que afirman que la citada violación hizo despertar en él la necesidad de desarreglar en la mente lo que en el cuerpo ya había quedado, para siempre, violentado. Puede ser. Algunos creemos que allí comprendió que toda revolución es equívoca si son otros quienes la dirigen, y decidió comandar la suya propia. Una revolución de excesos contra toda norma y normal discurrir de la vida. Fue en aquellos tiempos, se cree, que probó por vez primera la absenta, elixir que le acompañaría durante buena parte de su etapa creativa. Difícil cuestión la de considerar tan famoso néctar como droga, o simplemente bebida alcohólica. La realidad es que parte de ambas encontramos en el mítico licor verde, y que su conjunción era lo que llevó a Rimbaud, entre otros muchos, a desposarla en las lunas de hiel de la creatividad. La bebida es un compendio de esencias naturales que puede alcanzar los 80º, y entre los cuales se encuentra el ajenjo, con su elevada concentración de tujona, psicoactivo causante de alucinaciones desmesuradas. Exquisita y peligrosa mixtura, por tanto.

Rimbaud puso punto final a la más influyente obra poética de la historia conocida a la edad de 20 años. Por aquel entonces ya había experimentado en su cuerpo los efectos de toda droga disponible en la época, todo ello con el ánimo, como digo, no ya de escribir sino de vivir al extremo. Objetivo logrado.

En ambos casos, encontramos que la utilización de sustancias psicoactivas potencia la sensibilidad de los autores, llevándoles a liberar la pluma de los estrictos corsés de la realidad impuesta y el academicismo. Como decíamos al principio: ambos logran salir de la realidad que les impone la sociedad para poder recrear esa otra realidad en que habitamos todos: la verdadera, la que no confesamos al prójimo, la que sufrimos y gozamos.

Baudelaire, consumido por el spleen (que es como un fado desafinado en francés) y la ausencia de horizonte más allá de dejar feroz constancia de los abismos de la mente a los que decide lanzarse el cuerpo, sufría por la debilidad moral del verse enganchado a las sustancias enervantes. Rimbaud, derrotado por la burda pantomima de la realidad, sufría por no poder forzarla de continuo hasta los límites de lo conocido. Ambos catalogaron las posiciones morales que, ante el uso de estupefacientes, toman hoy quienes conforman, junto a nosotros, esto que hemos dado en llamar sociedad. Ambos desequilibraron las normas que imponían corsé a la literatura con la intención de hacerla irrespirable.

Y, por jugar a las casualidades (o causalidades, quién sabe), dejaremos constancia de que el año en que nacía Baudelaire publicaba el británico Thomas De Quincey sus celebérrimas Confesiones de un inglés comedor de opio. En sus páginas, un autor desquiciado por la adicción a dicha sustancia dejaba manifiesta prueba de sus intenciones de abandonar el hábito de consumo. Lo hacía subvirtiendo los procesos mentales lógicos, haciendo gala de su inusitada inteligencia, y desquiciando a los garantes de las buenas costumbres burguesas de la época. ¡Salud!

Siguiendo con mi personal periplo por los viajes psicoactivos de literatos famosos, pasaríamos de estos dos fenómenos, saltando casi un siglo de Historia, para llegar a la egregia locura de Antonin Artaud. Pero sería de mal gusto ignorar, en el ínterin, la adicción a la cocaína de Robert Louis Stevenson (1850-1894), que daría obras tan jugosas y dignas de estudio como El extraño caso del Doctor Jeckyll y Mr. Hyde, paradigma de la esquizofrenia del hombre moderno, o el infierno de adormidera en que vivió hasta su muerte

Jean Cocteau (1889-1963), cuyo intento de desintoxicación narró memorablemente en Opio. No logró desengancharse. A Stevenson se le recuerda, mayormente, por La isla del tesoro, que encendió no pocas imaginaciones niñas y nos llevó a más de uno a considerar la literatura como el más enriquecedor de los viajes. No me cansaré de recomendar la lectura de tal obra con las dioptrías de la edad… que no era tan juvenil como se nos quiso hacer creer. Cocteau, ese otro joven prodigio de las letras y otras disciplinas artísticas, prefirió lanzar a sus Niños terribles al viaje que todo joven desea emprender: aquel que transita los límites de la realidad para florecerlos de fantasía. Esta lectura nunca nos la impuso la escolaridad como recomendada para la tierna adolescencia. Pero, de nuevo, hay que volver a ella cuantas veces sea posible.


Antonin Artaud (1896-1948), decía, el enajenado por excelencia de la literatura, el terrorista del clasicismo y la estrechez de miras, el padre de todo lo que puede considerarse Teatro Moderno, gracias a los dictados teóricos de su inevitable Teatro de la Crueldad, ese que “apuesta por el impacto violento en el espectador”. Ignoro si influyeron más, en el polifacético autor marsellés, el largo historial de electroshocks sufridos a lo largo de su recorrido por psiquiátricos varios con el objetivo de “curarle”, o la larga lista de sustancias intoxicantes que consumió con la avidez de un naúfrago sediento, parece ser que con la misma intención: curar sus desequilibrios mentales. Lo que es evidente es que su navegación tóxica le hizo siempre estar más cerca de los sueños que de la realidad, anticipando así los surrealismos y demás ismos. “Hay que darle a las palabras sólo la importancia que puedan tener en los sueños”, aseguraba, no sin razón.

De entre todas estas sustancias a que aludimos refulge, cual perla mirifica, el peyote, que el literato aprendió a consumir en México, en compañía de los indios tarahumaras. Por primera vez, la historia de la literatura, abre sus puertas a los enteógenos: drogas que provocan estados alterados de conciencia y que, si hacemos caso a su origen etimológico, logran que Dios habite dentro del consumidor. Estados de realidad alterada, más que intensificada. Artaud escribe Un viaje al país de los Tarahumaras que se constituye, prácticamente, en un tratado antropológico que abre la vía de escape de la sociedad mercantilizada occidental a distintas formas de pensamiento y vida más enraizadas a la tierra y lo natural, lo indígena, y todos esos términos que tanto daño han acabado haciendo, lamentablemente, a la literatura con sus hijos subnormales: los best-sellers y los libros de autoayuda, y también en otros campos, como Pachamama, new age, tattoos, y en ese plan. En compañía de los citados indios tarahumaras mexicanos este artista total aprendió los arcanos del peyote, un cacto cuya potente concentración de mescalina hace que sea utilizado por distintas tribus indígenas como puerta de entrada al mundo interior. El peyote, para dichos nativos, es planta sagrada que conecta al humano con la propia divinidad que le habita el ánima, y logra con sus intensos efectos psicoactivos acceder a un estado de conciencia superior en que alcanza (dicen) la comprensión de la existencia.

Artaud defendió que sus desarreglos mentales eran los fogonazos de lucidez que, de poseerlos el común de los mortales, iluminarían la mente humana para hacerla más amplia. En su memorable ensayo Van Gogh, el suicidado de la sociedad, tomó como patrón la genialidad del pintor holandés para confeccionarse el traje de gala que mejor le sentaba a sus dolencias anímicas. Así, se presentaba en sociedad como víctima de la misma y sus métodos de control, que alienan con la intención de eliminar todo rasgo creativo. Él, como Van Gogh, se declara mártir de los modernos métodos psiquiátricos, y por ello se refugia en el surrealismo, erigiéndose en figura capital de dicho movimiento artístico y afirmando, con ellos, que “sólo la imaginación es el mundo real”.

La adicción a las drogas, para Artaud, fue un verdadero suplicio. Por el contrario, para la Literatura, su sufrimiento fue una bendición. A su impuesta huida de la realidad debemos páginas memorables.


Pablo Cerezal


viernes, 21 de agosto de 2015

VERGÜENZA por Alfredo Mine.




VERGÜENZA
Ajena , incontrolable
rellena mi alma
de ira calmada
esa que hace apretar la boca
sentir al semejante en un atroz desprecio
saber que soy capaz de asesinar
si la tortura de su incultura
fuera rutina en mi universo.

VERGÜENZA
Es poca palabra
si el estómago intenta escapar
de las fuerzas exteriores
comunes a esas voces
fanáticas, agilipolladas
que berrean lo que para mí
era el himno de la alegría.

VERGÜENZA
Vivo en mí
por no pasar de largo y callar
y seguir a lo mío
como intento enseñar
a hacer a los demás.

Pero no puedo
con la música no.
Si me tocáis lo más sagrado
juro por ello
que no callaré
de decir
que sois humanos extraños
con gargantas y estómagos
inmunes al veneno.

El festín del bukake
sobre vuestros agujeros oídos.

Millones de productores
y coachers de mierda
fabrican melodías del averno
cada día, lugar, emisora, programa,
eyaculan sobre
vuestras vidas vacías de cultura,
se corren litros de lefa de van goth
de semenmelendi
de requesón Rivera
de puta lechada Iglesias
la desparraman sobre las bocas
que abrís en sus misas veraniegas .

En estos momentos de ira
cordura
enfado
vergüenza
y antiespañolismo
permanece una sola melodía
en mi desgastada alma

“Pero que publico más tonto tengo,
pero qué público más anormal”



miércoles, 19 de agosto de 2015

EL AMOR ES UN REVOLVER CARGADO POR EL DIABLO




Ella es un mal trago de whisky. Una inyección de etanol que atraviesa mi sistema nervioso para llevarme desde la euforia hasta la confusión, deteniéndome en la tristeza como si fuera una estación de camino al más profundo dolor donde se ralentizan los movimientos del alma. Estoy borracho, lo sé. Pero continúo bebiendo y fumando yerba porque hoy me apetece perder la consciencia. Porque hoy los pensamientos y los recuerdos me pueden; me vencen en esta lucha silenciosa que poco a poco me va destruyendo porque no encuentro el camino en este mapa de melancolía del que desconozco la escala y el trazado, porque la brújula ahora sólo señala al infierno. Estoy bebido, ebrio, mamado, achispado, curda, moña, beodo, ajumado, borracho, chumado, pedo, tajado, chuzo, bolinga, merluzo, ciego, entablonao, trompa, jumo, bufado, tostado, cogorza... con una melopea que está marcando acelerado el ritmo principal de mi tragedia.
Y sigo bebiendo.
Quizá lo haga hasta que llegue al delirio. Quizás hasta que las imágenes que tengo en la mente se disuelvan. Quizás hasta que llegue a rastras a mi casa y caiga inconsciente en la cama y me duerma desmayado. Sin la consciencia de que aún existo. De que ella se ha ido con otro. Con otro que es mejor que yo. Un puto payaso que es mejor que yo.
Me estoy emborrachando y sé que mañana me arrepentiré, porque quizá el dolor de la soledad y de la ausencia sea mayor aún con la resaca.

José G.Cordonié, de El amor es un revolver cargado por el diablo (Lupercalia, 2015).

http://www.edicioneslupercalia.com/

martes, 18 de agosto de 2015

5 HAIKUS de Silvia D Chica.



Un vehículo
precioso cuerpo animal.
En esta Tierra


Sólo siéntate
en la única silla 
y crea espacio.


Decir un "no se"
más genuíno y bello.
Cuánta arrogancia...


Hay dos opciones
habitas o utilizas.
Cuerpo instrumento.


La magia del mar
fortalece mi interior.
Miro mi ira


Silvia D Chica


sábado, 15 de agosto de 2015

MANIOBRAS DE PREVENCIÓN por Pablo Müller.




«destierro atroz hacia el futuro»
Eddie J. Bermúdez



¿Has abierto alguna vez una alcantarilla?
¿conoces las maniobras de prevención
antes de levantar la tapa de una arqueta?
el llanto se hace arma y resistimos desde él,
es la intemperie la que hace tregua a los sumideros,
batalla es palabra de uso restringido, como labrar
una vida.

Pablo Müller, del blog Papeles de Pablo Müller.


viernes, 14 de agosto de 2015

EN LOS PASOS ENCONTRADOS por Felipe J. Piñeiro.




Y en ese instante lo vio por primera vez,
al niño hombre anciano
caminando entre pasos entrelazados
por en sendero donde las cuestas
ni subían ni bajaban,
donde lo llano era piedra
y la piedra era lo llano,
tiempo después lo encontró de nuevo
en ese extraño camino,
donde el niño
quiso ser hombre,
el hombre, anciano
y el el anciano,
quiso ser de nuevo
niño.

Felie J.Piñeiro, de El ladrón de sentimientos (Eolas, 2014).

http://issuu.com/eolas.ediciones/docs/el-ladron-de-sentimientos

jueves, 13 de agosto de 2015

LA LOCURA




Denisse Sánchez, Garazi Gorostiaga, Berta Mesa Cujean, Mareva Mayo,Princesa Inca, Adriana BC, Anna Genovés, Begoña Callejón, Felipe Zapico Alonso, Dulce Escribano, Mar Benegas, Vicente Muñoz Alvarez, Volúbulis Tres jardines, Jorge Tamatz Juanes (in memoriam), Iván Rojo, Ave Omno Gratia, Alfonso Xen Rabanal, Ana Patricia Periquilla Los Palotes Moya, Mar Cantón, Ernesto Guzman, Esther Eo, Joh Espinosa, Rubén Darío Fernández,Sylvia Ortega, Raquel Delgado, Noelia Oc.

miércoles, 12 de agosto de 2015

5 HAIKUS de Joaquín Piqueras.




HAIKU FUGIT

a hurtadillas
pasas por nuestra vida
sin dejar huella


EL ÚLTIMO HAIKU EN PARÍS

la mantequilla
tenía su sentido;
el tiempo, no


INFERNAL HAIKU

lluvia de agosto
que muere agostada
en el silencio


HAIKU FOG

un peso enorme
es la vida si no
arriamos sueños


HAIKU POWER

sólo el iluso
desconoce los límites
de su conciencia


Joaquín Piqueras


martes, 11 de agosto de 2015

3 POEMAS de ANTOLEJÍA por Ballerina Vargas Tinajero.




CALIFORNIA GIRL

un pedazo de mar,
con un olor a sexo que desmaya

Oliverio Girondo

ella se abrió como un humilde mejillón al calor
sobre la arena (la dejaron lavándose en el mar)

Manuel Vázquez Montalbán


Un escalofrío salado me saca
De mi sopor y me siento en la arena
No recuerdo cómo
He acabado en la costa
Ni el nombre de este reino
junto al mar
Pero me gusta
Hacía mucho tiempo
No me importa

Unos chicos se bañan desnudos
Y me sorprendo
Sintiendo envidia del agua
Yo que no tengo cuerpo ya
Para nada que no sea beber
Sin Patricio esponja
Que sólo rezuma hastío
Alcohol
Desgana

Pero la vida hierve en la arena
Me sube por las plantas
Me rodea y arrincona
Y me siento culpable por ser parte
De este momento
Por recibir este regalo
Que ni pedí
Ni quiero

No hay luna pero sí hay luces
De un chiringuito
De los barcos oscilantes
A lo lejos amarrados

En la orilla algunas parejas
Una señora mayor
arrastrada
por su perro
Y un pirado haciendo footing
ya son ganas

Creo que es su primer día
Porque va súper equipado
cinta para el pelo
ropa de marca
brazalete con iPod
zapatillas de suela inmaculada
Y una expresión inconfundible
La que tienen los tontos que creen
Que por castigar su cuerpo
déjame adorarte Pereza
madre de todos los Vicios
No acabarán como todos
Tirados en cualquier cuneta

Ya se le pasará
Me digo

Y brindo por el pardillo
Mientras apuro
Un botellín calentorro que
Por el carmín
Deduzco que era mío

El sabor y el olor amargos
Me reconfortan
Somos viejos amigos
Aunque me den dolor de cabeza y náuseas
Pero también me los da mi novio
dónde coño estará
Que no me escucha ni comprende
La mitad de bien

Un grupo de niños pasa
qué harán a estas horas
angelitos
fuera de la cama
Y me miran y se ríen
no sé de qué
los muy cabrones
Y me hacen sentir torpe
Como una gaviota ebria
trasnochada
Me incorporo incómoda y caemos
Mi melopea costera y yo
De bruces sobre mis bragas

Frente a mí
Murmullo de olas
A mi espalda jalean
Compañeros de profesión sin saberlo
Un puñado de perdedores
Que lucen ufanos sus vanos trofeos
Motos
Novias
Teléfonos
Implantes

Ignorantes

Poseer es perder dijo Pessoa
Y entre lo que se va

y lo que no llega
Al final a todos nos queda
Lo mismo

La pérdida

De pelo
De orina
De ganas
De vida

Es lo único cierto

Eso
Y que hace una rasca de cojones
Y que voy a levantar el culo de la arena
Y hacer eses
Hasta el chiringuito
Donde el cabrón de mi novio estará
Camelando a alguna guiri
Y pedirme
Otra cerveza


DESTELLO

Ah, dream too bright to last!
Edgar Allan Poe


Hay instantes que
mientras duran
mientras mueren
y matan
Justifican
una vida

incluso esta

Luego está lo demás
el vacío
lo oscuro
el silencio
Lo que queda fuera
De los límites
Del filo
De los días
Que compartimos


ANTES

Life is a pity.
Jack Kerouac



Es mentira
No es el tiempo
El que hace de nosotros
Lo que somos

Podríamos ser eternamente
El perro que no teme
La ola que no rompe
La lengua que no conoce lo amargo
La carne intacta
La mirada sin sombra
Que contempla sin saberlo
La última tarde de verano

Podríamos haber sido
Lo que ya no recordamos
Lo que fuimos
hace mucho

Antes del daño


Ballerina Vargas Tinajero, de Antolejía: Poemas para limpiar el váter (Ed.Liliputienses, 2015).

https://www.facebook.com/events/844258609021919/

lunes, 10 de agosto de 2015

1 POEMA DE Roberto Ruiz Antúnez.




explicar el principio
donde apenas había pájaros
las piedras
aún blandas
se desnudaban
al llegar la noche
los espejos permanecían
deshabitados
un lugar donde
la infancia
alegre
de las olas
no había visto
todavía
la mirada triste de un ahogado...

Roberto Ruiz Antúnez

jueves, 6 de agosto de 2015

CONSEJOS por Amparo Paniagua.



Muéstrate carnal, sabia, dulce, terrenal, generosa.
Rechaza cualquier asomo de orgullo o desdén.
¡Entrégate a este enigmático impulso!
Aunque escribas veinte veces el mismo poema...

Amparo Paniagua


miércoles, 5 de agosto de 2015

TODA UNA VIDA por Esteban Gutiérrez Gómez.



Durante un minuto no supe qué decir. Miraba el anillo, una simple arandela de plástico, y le miraba a él, con su pelo alborotado y el cerco de chocolate en los labios. Sonreía, como siempre, y le brillaban los ojos como cuando se tiene fiebre. Le dije que sí, que sería lo que tuviese que ser. Me cogió de la mano y volvimos juntos a clase un instante antes de que sonase la sirena que marcaba el final del recreo. De esto hace más de setenta años. Sé que seguimos llenos de amor, aunque él, ahora, no recuerde nada.

Esteban Gutiérrez Gómez, de Mi marido es un mueble (Ed. Lupercalia, 2015).


martes, 4 de agosto de 2015

GOMINOLAS EN LOS BOLSILLOS




TREGUAS


En el parque,
con una pala y un rastrillo
remueves a las hormigas
desorientadas.
Has sentido la rabia placentera
del que se sabe poderoso.

Has sentido
la sensación del intocable:

olvídalo.

El castillo de arena,
mi llamarte princesa,
son treguas que nos da
la edad embrionaria.

Nosotros
estamos del lado de las hormigas.


PUM


El viento
nos regala un globo
abandonado.
Le pinto ojos
y una sonrisa
de quince puentes.
Jugamos
a que no caiga,
pegamos unas patadas
y, pum, explota.
Incapaz otra vez
de retener la felicidad
más de cinco minutos.

Pero con los pulmones
dispuestos
a hinchar
otro globo
y los puentes intactos
para regresar
de nuevo
al lugar
donde fuimos felices.


Jorge M. Molinero, de Gominolas en los bolsillos (Zoográfico, 2015).


sábado, 1 de agosto de 2015

1 POEMA de Alicia Millán.




me acabaré extraviando del mundo
-la gente pasa-
sobre la cabeza
una parte de sol
aparta la idea
de tanta ausencia

pero no sé si se pierde
lo que no se posee
el mundo no dirá
he perdido mi Alicia

porque no soy del mundo
estoy en él


Alicia Millán