− No bebo, gracias.
− Usted se lo pierde. No se ve un tokai como éste todos los días.
− Disfrútelo a mi salud, señor Bukowski.
− Charlie, por favor.
− No creo que deba…
− Es una tontería preocuparse tanto por lo que se debe o no se debe hacer. Por mucho que la sociedad se empeñe, no te llamaría señora Austen ni por todo el oro del mundo…
− Claro que no; señorita, en todo caso –le interrumpió ella.
− Jane es un nombre precioso. No lo desperdicies.
− Como prefiera −, suspiró ella, resignada ante la terquedad del viejo escritor.
Se sentó en un sillón enfrente de la dama, a espaldas de la ventana. Así podía disfrutar de la luz que ella acaparaba y observó su corsé con la curiosidad de un niño. Jane no perdió el tiempo:
− He venido por Clarisse. Tengo algunas preguntas.
− Esa loca del diablo −, rió él −. ¿Amiga tuya?
− No se te ocurra hablar así de ella −, respondió Jane desechando su cortesía por un momento −. Es una extraordinaria mujer y, perdona que te lo diga, no te la mereces.
− Ya veo que sí sois amigas.
− No deja de hablarme de ti…
− Eso es perfectamente normal -, sonrió como un lobo.
− Y a juzgar por lo que me ha contado, no has sido muy honesto con ella.
− Si es por el asunto de la puta, no tienes ningún derecho a recriminarme nada. Clarisse es una mojigata. Encantadora e inteligente, pero una mojigata. Y yo no acostumbro, al contrario que tú, a reprimir mis impulsos.
Jane no pudo hacer otra cosa que enmudecer, los ojos como los de un búho. Le habría gustado que el viejo no fuera tan débil ni estuviera tan enfermo para poder partirle la cara.
− Apuesto a que ahora mismo querrías partirme la cara, pero te lo impide tu puritana educación −, se mofó él.
− No, me lo impide mi sentido común. Y aunque tengo impulsos, como tú los llamas, soy yo quien elige lo que hacer, mi cerebro, no mi estómago −, y se envalentonó, una vez empezó a soltarse −, y no debería extrañarte que una mujer no quiera acostarse contigo. Excepto las prostitutas, claro.
− Oh, una forma muy británica de decirme que doy asco.
− Asco no, Charles. Das pena. No esperaba esto del hombre que escribía aquellas cartas a Clarisse. Te creía un tipo brillante.
El viejo esbozó una sonrisa.
− ¿Crees que no amo a las mujeres, que por eso me acuesto con putas?
− Creo que muchos hombres obtienen más de lo que se merecen de las mujeres. Y tú, en concreto, no pareces amar más que a ti mismo. Y de las mujeres de la calle, prefiero no hablar.
− No me jodas, Jane. Soy muy mayor, he hecho muchas cosas en mi vida, y de lo único de lo que puedo estar orgulloso es de haber amado a las mujeres. A todas sin excepción, desde mi madre hasta la puta con la que me acosté anoche, pasando por mis novias, aventuras y ex mujeres. Si nos limitamos a las que han sido mi pareja, déjame preguntarte algo. ¿Tú piensas que una mujer se acuesta con un hombre si no puede obtener alguna garantía?
− Pues… no, supongo que no. Pero depende de a qué garantías te refieres.
− Algunas quieren amor y sexo, sin compromiso ni formalidades, sin nada más –ésas son mis preferidas, las divertidas, pero también las más raras −. Otras quieren una relación seria, probablemente larga y que termine en una casa con hijos, como tu amiga Clarisse; estos ejemplares nunca te avisan antes de sus intenciones. Otro tipo de mujeres quieren exprimirte y manipularte. Otras quieren dinero. Al menos las putas te dicen antes qué es lo que esperan de ti, tú se lo das de antemano, y para mí, que simplemente quiero pasar un buen rato y recordar por qué me gusta tanto ser un hombre, son más honestas que la mayoría de las mujeres. Esa honestidad es un valor jodidamente raro, y no las hace menos mujeres, por eso las quiero. No puedo querer a una sola persona, dudo que lo soportáramos ambos. Eso es lo que Clarisse no entendió.
Jane se sorprendió de haberle entendido. No podía decir nada en contra de la verdad, ni de los sentimientos de aquel viejo, ni tampoco en contra de su amiga, a la que era leal. Optó por callarse.
− Y veo que tú sí lo entiendes −, le sonrió el viejo, entendiendo el silencio.
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