viernes, 7 de noviembre de 2008

ROMPIENDO LA BARAJA (Patxi Irurzun)


Rompiendo la baraja forma parte de la colección de relatos Ajuste de cuentos que publicará en breve Eclipsados. Son todos ellos cuentos publicados entre 1990 y 2000 en diferentes fanzines y revistas (desde las míticas El Europeo o El Canto de la Tripulación, que dirigía Alberto García-Alix, pasando por Baraka, la revista que más tarde Pote Huerta convertiría en la editorial Lengua de Trapo, hasta Mono Gráfico, Kastelló, o, por supuesto, Vinalia Trippers. Rompiendo la baraja es el único cuento que no recuerdo con certeza dónde apareció o si apareció en alguna publicación y por eso, para que no se sienta desamparado, le doy cobijo, con vuestro permiso, en nuestro blog. (El dibujo es de Kalvellido, por supuesto) P.

ROMPIENDO LA BARAJA

Aquella mañana, como siempre que tenía que pegar un palo, sólo conseguí meterme en el cuerpo un café y un tirito de farlopa. Estaba nervioso y tenía sueño. Casi no había pegado ojo. La noche anterior estuve privando hasta tarde. Creo que ya entonces intuía que había algo que fallaba en aquel plan, pero no quería comerme la cabeza. El miedo y la mala suerte no son algo que está dentro de nosotros, los hacemos entrar si pensamos en ellos.

Para distraerme puse la radio y busqué a lo largo del dial noticias que me pusieran de buen humor, un atentado, algunos contenedores quemados, un motín en la cárcel... Que se jodieran. Me gustaba ver temblar a unos cuantos hijoputas, oírles hablar de democracia, paz, constitución... Dinero es la palabra con más sinónimos del mundo.

—Un policía nacional ha fallecido al explosionarle la bomba adosada a los bajos de su vehículo— decía el locutor.

Que se jodiera él también. No me importaba. Pero a esos cuantos hijoputas les importaba todavía menos, a ellos lo que de verdad les importa es que haya alguien que ladre si pisamos su bonito jardín, y un perro despanzurrado en la carretera da igual cuando hay toda una jauría que no muerde la mano que les da de comer.

—Una última y curiosa noticia— prosiguió el locutor —Su Majestad el Rey se cobró durante una cacería en la que participó ayer una pieza, un macho cabrío, de casi cien kilos de peso.

—Pues vaya pedazo de cabrón— pensé yo, y tras desconectar la radio saqué la recortada del armario.

Eran las ocho y media y había quedado con mis compañeros a las nueve, frente al mismo banco que íbamos a atracar. Normalmente yo trabajaba solo, pero en aquella banda había una pitiki a la que cada vez que veía era como si me hicieran un francés en el corazón. Puede que fuera eso lo que me impedía pensar, averiguar que fallaba en aquel plan. El amor es el motor del mundo, pero a veces nos conduce a lugares a los que nunca llegaríamos con la cabeza serena.

Fui en autobús. Llovía, hacía frío, era lunes por la mañana y a mí todos los viajeros me parecían feos, monstruosos, ruines... Funcionarios, gente que fichaba todos los días, de lunes a viernes en el trabajo, los fines de semana en la iglesia, o el fútbol, gente que no cagaba donde comía. Seguro que si supieran que yo me dirigía a pegar un palo se escandalizarían, se chivarían a la policía, chotas de mierda, cabrones, me llamarían terrorista, delincuente... Sentí ganas de volar sus cabezas de chorlito.

Hacía algunos años nunca hubiese pensado eso. Claro que hacía algunos años tampoco hubiese imaginado que terminaría convertido en un revientabancos. Cuesta bastante caer en la cuenta de que en este juego —democracia, paz, constitución— no jugamos todos y que por tanto la única salida es romper la baraja. Cuesta tanto que la mayoría de la gente la palma sin enterarse y, aunque no caguen donde comen, pasan toda su puta vida tragando mierda.

Llegué al banco el primero, diez minutos antes de la hora prevista. Estaba cerrado pero tras los cristales se veía movimiento. Fuera la calle se encontraba tranquila, casi desierta. De vez en cuando se escuchaban pasos abofeteando la acera y cuando se trataba de tacones yo me volvía nervioso, esperando ver aparecer a la chica, la atracadora de mi corazón. Sin embargo pasaban los minutos y ni ella ni ninguno de los demás hacía acto de presencia. Empecé a cabrearme. Esperé casi otro cuarto de hora. Nada. Capullos. Rajados. Bah, después de todo la pitiki en cuestión tampoco era nada del otro mundo y hasta entonces yo había trabajado sin compañía. Y no me había ido nada mal. No necesitaba a nadie, de modo que aguardé todavía unos minutos más y justo cuando decidí montármelo solo, a las bravas, cuando, acariciando el frío metal de los cañones recortados bajo la chupa, me dirigía hacia la puerta del banco, ésta se abrió desde dentro y apareció.... ¡un madero!

Sí, algo muy raro estaba sucediendo; algo fallaba en aquel plan. Rápidamente saqué la escopeta y lo encañoné. Él me miró con unos ojitos que eran como tazones de natillas con una galleta María flotando trémulamente en el centro. Ni siquiera se había fijado en mí, pero yo había reaccionado de forma instintiva y ya no podía echarme atrás.

Apreté el gatillo y vi al madero salir por los aires —como si una bestia invisible le propinara una tarascada— con una gusanera sanguinolenta en el pecho. Casi inmediatamente supe lo que vendría después.

Almorranas, tumores sociales como yo teníamos una, o varias balas con nuestro nombre grabado y ese era el precio de nuestras vidas. Efectivamente, a mi alrededor escuché varios disparos y me desplomé en el centro de la carretera abatido por ellas. Pero la muerte no me asustaba. Me sentía bien. Siempre había imaginado que existían colegas que se dedicaban a profanar nuestros cadáveres, a destriparlos y extraer esas balas con las que habíamos pagado y que algún día las reunirían y nada podría detenerlos. Ese día los hijoputas se iban a cagar por las patas.

No, la muerte no me asustaba. Lo único que me jodía era pirarme para el otro barrio sin saber qué era lo que había fallado.

—¿Qué ha pasado, qué ha pasado?— preguntaba, y aquellos balbuceos eran el frágil hilo al que me aferraba para mantenerme consciente. Antes de que se quebrara definitivamente —o quizás eso fue lo que le hizo quebrarse— una voz me dio la respuesta.

—A quien se le ocurre, atracar el mismo banco que otros han atracado una hora antes...

Yo intenté, haciendo un último esfuerzo, preguntar "¿Quien?" "¿Cómo?" "¿A qué hora?", pero mis palabras se convirtieron en un vaho blanquecino y húmedo sobre una mascarilla pegada a mi nariz, acalladas por el ulular de una sirena, difuminadas por los deslumbrantes parpadeos naranjas de una luz cada vez más débil y lejana. Sin embargo, antes de que se extinguiera por completo, otra voz me hizo comprender todo.

—Yo creo que este tío todavía no se ha enterado de que ayer cambiaron la hora— dijo.

Tenía razón.

Y es que a veces vivir al margen de la sociedad ocasionaba estos pequeños inconvenientes.

Pamplona 1997


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