lunes, 21 de julio de 2008

NOTAS SOBRE ANDRÉS CAICEDO Y EL CINE, por Verónica Bonafina.


El cine que no leemos.

Cuando Andrés Caicedo se dio cuenta de que hacer cine en Colombia era algo prácticamente imposible (sólo logró codirigir un largo en 16mm) se propuso dedicar el resto de sus días a devorarse todo el cine de la época. Son los años ´70 y el joven escritor y socio fundador del Cine Club de Cali escribe un artículo para una ponencia en la Universidad del Valle en donde se expresa así: “El cine no ha cumplido aún los ochenta años, y no es demasiado aventurado afirmar que ha puesto a funcionar el mundo a su ritmo, que las culturas y las subculturas cada vez son más escasas provenientes de la literatura que del cine. Que por su misma juventud ofrece una de las más fascinantes posibilidades que se le pueden ofrecer a hombre alguno: la posibilidad de saberlo todo al respecto”.

Antes que nada hay que decir que Caicedo gustaba del cine tanto como de las afirmaciones megalómanas y efectistas. Sería inútil enumerarlas porque de eso están hechos sus textos. Ojo al cine reúne más de cien reseñas críticas, entrevistas y relatos sobre cine, escritas y publicadas entre 1969 y 1977 en diarios locales y revistas especializadas.
La prosa de Caicedo es, sobre todas las cosas, culebrona; oscila entre lo eruditomalicioso y lo cinicotragicómico y, como resultado, obtiene un material que se deja leer como ensayos, cuentos o diario íntimo. El concepto de “género” es algo que en Caicedo está ausente. “El crítico, en busca de la paz, se da toda la confianza”, por ejemplo, es un artículo que Caicedo empieza con la frase “América Latina es un continente con una expresión propia” y lo termina con “Cada vez que pienso en ella, me pasa eso”. Sus obras de teatro, e incluso su novela más reconocida ¡Qué viva la música! bien podrían ser guiones cinematográficos; sus ensayos, cuentos y sus cuentos pequeños capítulos de la historia de su vida.

Convencido de que todo gusto es una aberración, de la crítica sólo le interesó “lo insólito, lo audaz, lo irreverente, lo maleducado”. En una encuesta realizada por estudiantes de la Facultad de Comunicación Social de la U.P.B con el propósito de confrontar pareceres sobre la crítica cinematográfica, asegura en clave impertinente que “dedicarle la atención necesaria a la importancia de Jerry Lewis es un acto de terrorismo”, y que “arremeter contra el cine político italiano o un filme como El pasajero también.” Le gustaba decir -como dice el Negro Tejada Gómez, cosas “punchis”. Pero también hay que admitir que todo lo que Caicedo decía, lo hacía.

En 1973 viaja a EE.UU. con el propósito de vender dos guiones de terror a un productor cubano. Rápidamente se da cuenta de que no tiene sentido -encuentra problemas en la traducción, no logra hacer una sinopsis, no tiene copia del original- y decide no asistir a la reunión y terminar su estadía en Los Ángeles encerrado todo el día en una cinemateca viendo películas. En sus memorias cuenta que veía entre ocho y dieciséis filmes por día: “Yo me levantaba a las ocho de la mañana, cruzaba la calle desayunado ya, y me entraba al teatro, a mi cita con la oscuridad, para salir a eso de las once.” ¿Es posible tanta resistencia?

Precisamente algo que seduce de Caicedo es que para cada pregunta que uno le plantea a sus textos, rápidamente, se encuentra la respuesta. Y efectivamente, dos o tres renglones más abajo Caicedo nos deja tranquilos: “Fue allí cuando probé por primera vez las anfetaminas”.

Desilusionado de EE.UU. y del rodaje que codirige con Carlos Mayolo, “Angelita y Miguel Ángel”, en 1974 saca el primer número de su revista Ojo al Cine título que lleva el compendio publicado por la Ed. Norma (Colombia, 1999). Caicedo no escondió sus deseos de trascender; se convenció de que lo que no se podía filmar, se podía escribir: “…lo que valga la pena, y no se pueda [ver], se puede leer”. Y entre los primeros años de su juventud y los que él considero los últimos –Caicedo se convirtió en leyenda a los veinticinco años- escribió cinco obras de teatro, dos novelas, una publicada en vida y otra inconclusa, y tres libros de relatos, en muchos de los cuales el universo del celuloide es lo que predomina como escenario de vida en la ciudad.

Visto de esta manera, no sería demasiado osado pensar que, en Caicedo, ese impulso nerd de querer abarcarlo todo resultado de una imposibilidad original: la imposibilidad de realizar una película. Sin embargo, después de recorrer una y otra vez su obra, además de su obsesión por el cine, lo que uno descubre en sus textos es una compulsión narrativa de la vida. Como si en vez de decir que todo lo que no se puede filmar se pude escribir, en realidad estuviese diciendo, todo lo que no se puede vivir se puede encontrar en otro lado: en la escritura o en la oscuridad de la sala.

La oscuridad de la sala es un tema recurrente en sus relatos de vampiros pero también en los informes que escribía después de las proyecciones del Cine Club. Caicedo habla del “pobre diablo que lleva en sus espaldas la maldición de habitar la noche eternamente, y que necesita de sangre humana para continuar el curso de su destino”

Según su propia clasificación, a Caicedo le va bien la figura del espectador lumpen tanto como la del espectador intelectual. Le gustaban las categorías, los moldes; pero todos estaban hechos a su medida. “Especificidad del cine” es un texto que pareciera abarcar todas las operaciones críticas que realizan estos “tipos” que Caicedo dice encontrar entre los miles de espectadores de su época. Habla del “espectador de formación marxista”, del “espectador de extracción proletaria y de formación lumpesca”, del “hombre de letras que acude al cine” y por último, del “espectador cineasta”. Pero en el fondo Andrés Caicedo siempre habla de sí mismo. Y de Patricia, claro, “Patricialinda”; la chica mala de la película, su otra imposibilidad: “Si no puedo vivir sin ti llevaré, supongo, una especie de antivida, de vida en reverso, de negativo de la felicidad, una vida con luz negra. Pero brilla el sol, tú puedes estar cerca. Ahora salgo a buscarte.” Estas son las últimas líneas de El cuento de mi vida, publicado el año pasado, treinta años después de su muerte.

“Agúzate que te están velando”

Andrés Caicedo se suicidó el 3 de marzo de 1977. Si de lo que se trata es de hablar de la obra de Caicedo no se puede dejar de lado su única novela publicada en vida: ¡Qué viva la música!, ni tampoco a los compañeros de aventuras de María del Carmen: Ricardito, “el chico de río” y Bárbaro, “el merco”.

La novela comienza con un rito de iniciación: sumergirse en la aguas del río Pance significa para María del Carmen el ingreso a la cultura popular. Entender las lecturas de El Capital, según el personaje, significa abandonar la pileta a la que concurren todas las “niñas bien” y yirar por la ciudad con Ricardito. “¿Cómo no lo había conocido antes?” -le pregunta la heroína. “Porque eras una burguesita de lo más chinche (...) pero ahora, después del contacto con este agua, no lo eres más.” Exorcizado el pecado original, el resto de la novela es pura rumba, cocaína y alcohol.

Pasadas las doscientas páginas, María del Carmen cruza el límite. Conoce a Bárbaro quien la “invitaba a tomar el rumbo del extremo Sur, más allá del Pance, riberas de la cordillera.” El clima de la novela se vuelve más áspero y turbio, y el discurso, latinoamericanista. Bárbaro introduce a María del Carmen en prácticas aborígenes y en el consumo de hongos. “Con mi amado nos manteníamos Pance abajo, ¿haciendo qué? Bajando gringos. Así conseguía Bárbaro el merco, y le gustaba la acción (…). A mí también me daba rabia que fueran tantos y tan sonsos y que vinieran a esta tierra a encontrar los pecados capitales a precio de realización.” Las escenas que se siguen son la descripción de la Colombia que conocemos por los diarios, violenta y subversiva, y que, en su versión, Caicedo la carga de un resentimiento que seduce.
Mi parte favorita es el encuentro entre un norteamericano y Bárbaro. El diálogo empieza a caldearse en el momento en que el gringo lo contradice y propone una visión optimista y generosa del país: “Pero si yo no he visto más que armonía (…) Me gusta Colombia por los bellos paisajes y la simpatía de la gente”. Bárbaro no se resiste y lo asalta, le quita el walkman y los “bluyines Levis”, y lo golpea “para que aprenda a que las cosas son duras en este país”. María del Carmen cuenta que finalmente dejaron al gringo tirado en el río pero, que al día siguiente, los diarios decían que más tarde lo habían encontrado dos equipos de futbolistas “y que los 22 lo habían humillado, usado y abusado”.

¡Qué viva la música! es un texto distinto a Calicalabozo por la preponderancia de la voz femenina y porque el telón de fondo no es el cine sino la música: el rock y la rumba. Sin embargo, (el mismo Caicedo da la idea) los componentes de su obra son intercambiables: “El atravesado, Angelita y Miguel Ángel y partes de ¡Qué viva la música! resisten como novela porque tratan los mismos temas y en algunos casos se repiten personajes como Angelita y Miguel Ángel y perfectamente se puede convertir Solano Patiño en Ricardito el Miserable”.
Si en ¡Qué viva la música!, Ricardo es un músico desquiciado al que todos esquivan en algún momento de la noche; en Calicalabozo, es el cinéfilo empedernido -un pesado- que sólo puede, y quiere hablar de cine.

Verónica Bonafina, del blog Nieva en tu cerebro.

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