La casa estaba limpia y él estaba preparado. Ella pronto llamaría a la puerta. El mundo era fantástico y maravilloso, ella iba a pasar una tarde con él. La chica más guapa de la ciudad, de la nación, del planeta, había accedido a su invitación. Pasarían la tarde escuchando buena música y bebiendo vino, y cuando la bebida soltara las lenguas se harían confesiones y se conocerían más íntimamente. Más tarde saldrían a cenar a algún sitio bonito y con un poco de suerte regresarían para hacer el amor entre las sábanas (ó donde fuera).
Echó un último vistazo asegurándose de que todo estuviera limpio. Como ya sabía, todo estaba en su sitio, perfecto. Lo único que podía hacer era esperar...
De pronto, sintió un inesperado retortijón.
Echó un último vistazo asegurándose de que todo estuviera limpio. Como ya sabía, todo estaba en su sitio, perfecto. Lo único que podía hacer era esperar...
De pronto, sintió un inesperado retortijón.
-Intestinos llamando a cerebro. Deberíamos vaciar los depósitos...
El cerebro se lo pensó y tomó su decisión.
-Podemos esperar.
Esperaron, y al rato el intestino volvió a llamar al ocupado cerebro.
-En el cólon ya no hay espacio, ¡hay que desalojar!
El cerebro se lo pensó y ordenó:
-¡Podemos esperar!
Esperaron. Notó la presión en su tripa aprisionada por el cinturón. Realmente lo estaba pasando mal.
-¡Intestino llamando a cerebro! ¡Esto es una emergencia, la mierda nos llega al cuello! Debemos vaciar los tanques ahora que aún nos queda tiempo...
El cerebro se lo pensó y finalmente aceptó. Corrió lo más rápido que pudo hacía el cuarto de baño, se bajó los pantalones y los calzoncillos y se sentó en la taza. La primera descarga fue inmediata, explosiva y casi líquida. La segunda llegó más tranquila, más sólida y compacta. Mientras defecaba, rezaba para que ella no llegase en ése preciso momento. Miró su reloj de pulsera y comprobó que pasaban dos minutos de la hora convenida.
-¡Por favor, que llegue tarde, que llegue más tarde... !
Terminó, se limpió el culo, se subió los pantalones, tiró de la cadena, limpió los restos con la escobilla, se lavó las manos y salió del baño. Conseguido. Ahora todo estaba preparado de nuevo, pero...
¡Joder! ¿Qué era ese olor? Fue como un puñetazo en la nariz.
De todas las veces que había cagado en su vida, ésta era con diferencia la más asquerosa, la que peor peste había dejado.
Abrió las ventanas, pero no corría ninguna brisa y el olor se esparció tranquilamente por la casa, reconcentrándose con el calor llegado del hirviente mundo exterior.
¡Joder! ¿Qué era ese olor? Fue como un puñetazo en la nariz.
De todas las veces que había cagado en su vida, ésta era con diferencia la más asquerosa, la que peor peste había dejado.
Abrió las ventanas, pero no corría ninguna brisa y el olor se esparció tranquilamente por la casa, reconcentrándose con el calor llegado del hirviente mundo exterior.
Cogió una toalla y la agitó, pretendiendo sacar aquella peste por las ventanas. Tanta agitación hizo que empezase a sudar, los sobacos le chorreaban, manchando de humedades su camisa. ¿Por qué era todo tan complicado? Alguien allá arriba se estaba divirtiendo a su costa.
Se acordó de que en algún lugar de la despensa guardaba un spray ambientador. Roció con él toda la casa, hasta que del difusor dejó de salir gas, pero aún así aquella pestilencia surgida de sus entrañas prevalecía por encima del dulzón ambientador, de hecho, al mezclarse los aromas se vició tanto el poco aire que quedaba que aquello era insoportable.
Sabía que en cuanto ella oliese esa porquería se iría para no volver. Estaba tan avergonzado que apenas sí podía pensar. El sudor le calaba la espalda. Se miró en el espejo: Su frente estaba perlada de gotitas saladas que pronto correrían cuello abajo.
Miró otra vez el reloj. Pasaban seis minutos, en cualquier momento ella estaría frente a la puerta. Probó con un spray desodorante. No hubo mejoras.
El olor insistía en quedarse, enquistándose como un cáncer. Él nunca tuvo demasiada suerte en la vida, pero aquello era el colmo. Entró de nuevo en el baño, se quitó la camisa, mojó una toalla y lavó con ella sobacos, cara y cuello. Se peinó y caminó hacía el armario del dormitorio, eligió una camisa y se la puso. La sudada la echó dentro de la lavadora.
A cada paso que daba el olor penetraba los agitados agujeros de su nariz. Era consciente de que lo tenía todo en contra, pero aún así no quería rendirse. Esa tía le gustaba y no estaba dispuesto a desperdiciar la ocasión. Se aplicó el desodorante en las axilas, por encima de la camisa, y siguió con el resto de la casa, pero no hizo más que empeorar la situación, casi no se podía respirar y los ojos le lloraban debido a los gases. ¿Por qué es siempre tan difícil? ¿Por qué siempre se jode todo?
Entonces una parte poco activa de su cerebro intervino, sugiriéndole una idea: No hay olor que pueda con el de la marihuana; pues se haría el mayor canuto de marihuana jamás visto u olido, al fin y al cabo, prefería mil veces que lo tomase por un porreta que por un cerdo asqueroso con las entrañas podridas.
Dicho y hecho. Aspiró, y lo que entró por su garganta fue una mezcla imposible de grifa, ambientador, desodorante y olor a mierda que le dejó un extraño regusto en el paladar y una incómoda presión en los pulmones. No le importó y siguió fumando. Por fin, algo resultaba efectivo contra la pestilencia. La casa se fue impregnando del agradable aroma de la marihuana quemada. Había luchado y había vencido. Se sintió alegre, miró el reloj, pasaban veinte minutos de la hora.
Qué deprisa corría el tiempo. ¿Por qué se retrasará tanto? Las cosas habían cambiado, antes rezaba para que ella se demorase y ahora imploraba para que apareciera al fin. Sintiéndose algo colocado, se sentó a esperar, y esperó y esperó sin que nadie llamara a la puerta. Cada minuto que pasaba se sentía más derrotado, más defraudado. Cada segundo consumido le decía que ella no iba a venir.
Siguió esperando, aunque sabía que ya había perdido, que todo había terminado, que él nunca podría anotar una victoria en su currículo.
Se acordó de que en algún lugar de la despensa guardaba un spray ambientador. Roció con él toda la casa, hasta que del difusor dejó de salir gas, pero aún así aquella pestilencia surgida de sus entrañas prevalecía por encima del dulzón ambientador, de hecho, al mezclarse los aromas se vició tanto el poco aire que quedaba que aquello era insoportable.
Sabía que en cuanto ella oliese esa porquería se iría para no volver. Estaba tan avergonzado que apenas sí podía pensar. El sudor le calaba la espalda. Se miró en el espejo: Su frente estaba perlada de gotitas saladas que pronto correrían cuello abajo.
Miró otra vez el reloj. Pasaban seis minutos, en cualquier momento ella estaría frente a la puerta. Probó con un spray desodorante. No hubo mejoras.
El olor insistía en quedarse, enquistándose como un cáncer. Él nunca tuvo demasiada suerte en la vida, pero aquello era el colmo. Entró de nuevo en el baño, se quitó la camisa, mojó una toalla y lavó con ella sobacos, cara y cuello. Se peinó y caminó hacía el armario del dormitorio, eligió una camisa y se la puso. La sudada la echó dentro de la lavadora.
A cada paso que daba el olor penetraba los agitados agujeros de su nariz. Era consciente de que lo tenía todo en contra, pero aún así no quería rendirse. Esa tía le gustaba y no estaba dispuesto a desperdiciar la ocasión. Se aplicó el desodorante en las axilas, por encima de la camisa, y siguió con el resto de la casa, pero no hizo más que empeorar la situación, casi no se podía respirar y los ojos le lloraban debido a los gases. ¿Por qué es siempre tan difícil? ¿Por qué siempre se jode todo?
Entonces una parte poco activa de su cerebro intervino, sugiriéndole una idea: No hay olor que pueda con el de la marihuana; pues se haría el mayor canuto de marihuana jamás visto u olido, al fin y al cabo, prefería mil veces que lo tomase por un porreta que por un cerdo asqueroso con las entrañas podridas.
Dicho y hecho. Aspiró, y lo que entró por su garganta fue una mezcla imposible de grifa, ambientador, desodorante y olor a mierda que le dejó un extraño regusto en el paladar y una incómoda presión en los pulmones. No le importó y siguió fumando. Por fin, algo resultaba efectivo contra la pestilencia. La casa se fue impregnando del agradable aroma de la marihuana quemada. Había luchado y había vencido. Se sintió alegre, miró el reloj, pasaban veinte minutos de la hora.
Qué deprisa corría el tiempo. ¿Por qué se retrasará tanto? Las cosas habían cambiado, antes rezaba para que ella se demorase y ahora imploraba para que apareciera al fin. Sintiéndose algo colocado, se sentó a esperar, y esperó y esperó sin que nadie llamara a la puerta. Cada minuto que pasaba se sentía más derrotado, más defraudado. Cada segundo consumido le decía que ella no iba a venir.
Siguió esperando, aunque sabía que ya había perdido, que todo había terminado, que él nunca podría anotar una victoria en su currículo.
Pepe Pereza, de Amores Breves ( inédito ).
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