Herr Rüdiger, con el motor en marcha, esperaba la luz verde. En la radio, el concierto para flauta nº 1 del grandioso Mozart parecía envolverlo aislándolo del resto del tráfico. A cualquiera se le iban los ojos detrás, como una gema despertaba la codicia o la envidia de todos, el descapotable rojo tapizado de cuero de búfalo, con salpicadero de auténtica caoba, llantas cromadas. No había otro semejante en toda la ciudad. El semáforo le dio paso y a un mínimo toque el coche obedeció y se puso a la cabeza. Iba rumbo al trabajo por la avenida principal que divide en dos esa ciudad de la Baja Sajonia. La brisa de la montaña le daba en la cara, fresca, olorosa a pinares, y él por el retrovisor impecable imaginaba los gestos llenos de desprecio o envidia de quienes lo seguían a distancia. Pero ninguno en aquella ciudad podía competir con su lujosa máquina: era demasiado costosa. Él se la había ganado con el sudor de su frente, con su astucia, día tras día en la concesionaria. Herr Rüdiger era el vendedor número uno.
Aquellos pobres diablos envidiosos, cautivados, lo seguían con sus humildes coches, pequeños, grises, que el mismo les había vendido. Al cabo de un centenar de metros, los coches que iban detrás eran numerosos No evitaba disimular una sonrisa de superioridad, él era como la miel a las abejas.
Al. Pisó el acelerador a fondo y el resto lo imitó con tal de no perderlo de vista, por no dejar de tener cerca semejante belleza, pero no lograron suficiente velocidad para mantener la distancia y debieron conformarse con apreciarlo de lejos, brillando como un gigantesco rubí desplazándose bajo el sol.
Atravesó la ciudad seguido por la multitud de coches enfervorizados que pisaban el acelerador al límite. Y así continuaron, como en una carrera enloquecida, dejaron la ciudad atrás hasta llegar al caudaloso río, donde el hombre frenó impecablemente a escasos centímetros del borde. Los coches que venían detrás no lo hicieron, siguieron enceguecidos por la belleza del noble modelo deportivo, y se precipitaron al vacío uno tras otro. El concesionario observó complacido cómo desaparecían engullidos por las aguas turbulentas. En ese momento, la voz afable de la locutora en la emisora local anunciaba que eran exactamente las nueve de la mañana en Hamelín y el sol lucía esplendoroso.
Norberto Norberto Luis Romero
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