Los libros se amontonan en mi mesita. Se hacen fuertes. Me gritan en sueños mi nombre. Lo repiten, una y otra vez, incansables. Porque siempre da la impresión de que entre uno de ellos está la verdad, la propia vida, lo que define a uno con ojeras o sin ellas.
El libro como objeto es otra droga. Más dura si cabe. El buen lector lo sabe. Los libros son insaciables. Se apoderan un poco de nuestars vidas, de nuestros amores y nuestros secretos. Y un día, repentinamente (sin esperarlo), como extraño placer y recompensa a nuestra fidelidad para con ellos, nos vemos sorprendidos con unas palabras que parecen que nos gritan a nosotros solos, seres únicos de un mundo gigante y amorfo que no cabe del todo en nuestra imaginación de niños con la misma edad una mañana y otra.
La noche huye siempre. Nos roba algo de los bolsillos. Un trozo de muerte y un trozo de vida. Las noches agradables son un regalo de algún dios que duerme.Si la noche se habita por la poesía, está uno un poco a salvo. Noche y poesía, como ese cóctel que uno pide al mismo barman de pajarita y no-sonrisa.
La noche es el descanso, es el fin, es la nada. La noche es uno mismo, lo que nadie desea mirar con luz, tal vez horrible (en el fondo un agradable monstruo). Las horas pasan y vuelve salir la luz. Pero ése no soy yo. Es otro. Ya lo decía alguien, con nuestra muerte muere el mundo. Y puede que nazca algo (no es seguro). Todo eso que llamamos "día". Y como recuerdo inconfesable, una alargada sombra.
Julio César Álvarez, del blog Respirar Descontento.
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