El próximo sábado Daniel Ruiz García, recoge el premio de novela corta Villa de Oria, que ganó con su novela La mano. Arriba está la convocatoria, por si alguien quiere arrimarse y de paso le da recuerdos y la enhorabuena de parte nuestra, y abajo, este maravilloso fragmento de arranque del libro:
Esta historia comienza con una mano, con un pedazo blancuzco de carne amputada, un choco cartilaginoso y buaj qué asco, eso es lo que mueve esta historia, pero antes hay un corredor de fondo, un par de piernas embutidas en unos pantalones de nylon blanco que se mueven como tijeras, zigzag, zigzag. Lo primero que se ve son esas dos piernas rebañando aceleradas el paseo del río, el corredor mantiene un buen ritmo, sabemos que lleva media hora haciendo ejercicio y que abandonó su casa con un portazo, discutió con su mujer porque a ella empieza a importunarle ese hábito nocturno que le quita horas a la convivencia. Zigzag, zigzag y ahora le vemos el rostro, va empapado de sudor, como si hubiera hundido la cabeza en el agua del río. El río, eso es otra cosa que se ve desde el primer instante, detrás del cuerpo del corredor, una lámina de agua ponzoñosa a la que el sol agonizante arranca estampas embusteras, se ve bonito, así, con la yema podrida mojándole la piel, se puede pensar en una serpiente de fuego, en un raro anfibio transparente al que se le distinguen en su interior los racimos de venas. El corredor no piensa en eso, en los auriculares va escuchando a Al Green, es una canción lenta pero él la masacra con sus rápidas zancadas, en verdad va enojado porque recuerda el portazo, y antes de eso la conversación con su esposa, y antes de eso el momento en que se desata la corbata frente al espejo y recuerda a su jefe, el cabrón de Suárez. Ahora está sentado en la reunión de las doce, la pizarra blanca garabateada de líneas y nombres con tachaduras, aumento ventas, contención gasto, subir proporcional stop ahora. Una flecha que sube, una equis amorfa y delante su jefe, con su estridente corbata de rayas, la que le recuerda al toldo del supermarket del barrio, con la odiosa verruga marrón colgada del lóbulo de su oreja izquierda, tan parecida a los pegotes de plastilina que Marquitos va derrochando generosamente por todo el pasillo. Pobre Marquitos, vaya días de fiebre y de mocos y de mamá me duele la garganta. El cabrón de Suárez, con la salivilla blanca y espesa manchándole las comisuras, con su aspecto de cerdo puesto en limpio, me llama Montero, así, por mi apellido, Montero, esto no puede continuar, las ventas en su zona han vuelto a bajar por tercer mes consecutivo, si sigue así habrá que pensar en renegociar su porcentaje de comisión. Stop, subir, contención gasto, la corbata y Al Green en el auricular, y las piernas masacrando los adoquines, quisiera tener aceros en lugar de huesos, quisiera que el cielo fuese duro para poder golpearlo, y encima su mujer, encima acotando el terreno, clausurando las ventanas de su miserable tiempo libre. Que te den, ahí te quedas, portazo, el corredor vuelve a recordar pero no quiere, por eso acelera el paso, la lengua de sangre del río que se va oscureciendo, una lengua manchada de alquitrán, la radiografía de un busto canceroso, la yema podrida del sol ya cuajada sobre el cielo y las farolas que se asoman tenues a la noche incipiente.
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