Todas las mañanas había un suceso que escandalizaba con su aroma invernal a los niños de Ceide. Los ojos se les abrían desmesuradamente a la contemplación del último terror, un hombre macilento los miraba crecer como desde un sueño triste, y bajaban al río cargados de razones a jugar con los otros, a estorbar a los gatos incluso, o a vivir de tal forma que no se supiese nada.
Plum era el más pequeño y recordó más tarde haber vislumbrado un día un resplandor curioso que descendía del monte, como en ascuas se recuerda la confusa niñez que embarga tanto, y dijo a sus amigos cosas coloradas y aventuras terribles. Confesó ser el pionero que echado en la tierra escucha llegar la nieve, se jactó de mirar desde el fondo de sus gafas nuevas la cercanía de lo que bulle: cangrejos podridos en la orilla, el humo agrio de las casas o acaso el feriante que llegaba de lejos a alegrar sus risas fastidiosas.
Nadie lo escuchaba como él quería y decidió hacerse a la mar con unos pocos de sus íntimos secuaces. Desde allí escribiría largas cartas de desprecio y tal vez, amenazaba, una horda bajo su mando férreo hiciese añicos la muy poca vida que le quedaba a la aldea de sus padres.
Y se construyó la noche igual que siempre y mientras el frío envolvía el necio pensar de los mayores, alguien, no lejano del todo, lloraba como ayer porque ese terror que ahora le aferra la garganta tampoco hoy era posible...
Plum era el más pequeño y recordó más tarde haber vislumbrado un día un resplandor curioso que descendía del monte, como en ascuas se recuerda la confusa niñez que embarga tanto, y dijo a sus amigos cosas coloradas y aventuras terribles. Confesó ser el pionero que echado en la tierra escucha llegar la nieve, se jactó de mirar desde el fondo de sus gafas nuevas la cercanía de lo que bulle: cangrejos podridos en la orilla, el humo agrio de las casas o acaso el feriante que llegaba de lejos a alegrar sus risas fastidiosas.
Nadie lo escuchaba como él quería y decidió hacerse a la mar con unos pocos de sus íntimos secuaces. Desde allí escribiría largas cartas de desprecio y tal vez, amenazaba, una horda bajo su mando férreo hiciese añicos la muy poca vida que le quedaba a la aldea de sus padres.
Y se construyó la noche igual que siempre y mientras el frío envolvía el necio pensar de los mayores, alguien, no lejano del todo, lloraba como ayer porque ese terror que ahora le aferra la garganta tampoco hoy era posible...
Luis Miguel Rabanal, de Casicuentos para acariciar a un niño que bosteza (Ediciones Leteo, 2010).
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