Ahí es nada, 25 años con el motor en marcha y las botas llenas de polvo pisando el pedal para atropellar a guitarrazo limpio a todos los que creen que los sueños no dan de comer. Los Barri editan esta caja con rarezas, grabaciones en la bajera, DVD y un libro con colaboraciones de algún que otro hijo de Satanás, como esta:
BARRICADA, ANIMALES CALIENTES. Patxi Irurzun
La primera cinta que me compré fue una de Tequila. Me costó veinte duros en el Rastro de la Txantrea, aunque en realidad valía el doble. El tipo que me la vendió se armó la picha un lío con las vueltas porque en realidad estaba más atento a otro grupo que en ese momento tocaba en la Plaza del Félix, unos jóvenes melenudos y que daban mucho yuyu, venga romper televisores y con un cantante feo como él solo, que se cubría la cara con una capa mientras se reía a carcajadas y vociferaba no sé qué sobre una silla eléctrica. Hoy no existe el Rastro y nadie escucha cintas de casete, pero aquellos desconocidos —25 años y 20 discos después— siguen hechos unos chavales. Ya no dan miedo, eso sí, pues son casi como de la familia, los autores de la banda sonora de nuestras vidas, que se dice.
Efectivamente estoy hablando de Barricada, ahora es fácil adivinarlo, pero entonces tuve que esperar aún unos meses para saber quiénes eran. Primero fue aquella canción: Esta es una noche de rocanrol. Solían pincharla una y otra vez en Radio Paraíso, o en alguna de aquellas emisoras piratas que mi hermano mayor sintonizaba de vez en cuando con una radio antediluviana que, sin embargo, era capaz de rastrear también las comunicaciones internas de la policía: “Charli 2 a Bravo 1, barricada de fuego en la Txantrea”.
Barricada. Unos días más tarde, junto al título de aquella canción, vi por primera vez escrito ese nombre. En la portada de su disco de debut, aparecían los melenudos del Rastro echando una partida en un billar que no tardaría en descubrir que era el del Viana, bar-catacumba de la calle Jarauta, que las madrugadas de los fines de semana convertía sus paredes de piedra en enormes y sudorosos músculos; músculos que se tensaban, se estiraban prodigiosamente para hacer hueco a todos los náufragos de la noche (o al menos a los que llevában elásticos).
Las canciones de los Barri también estaban llenas de músculos y todavía hoy cuando escucho sus primeros discos son capaces de poner en movimiento fardos de recuerdos: las chicas de pelo cardado y chupas de cuero y cremalleras, las partidas de futbolín en el Primi, los multitudinarios conciertos en el Anaita, las pelotas de goma estrellándose contra las persianas de los bares, los bolsillos vacíos al volver a casa, el pelo largo y limpio, las botas sucias…
Pronto los Barri se convirtieron en héroes locales. Los subimos a los altares, que en nuestros casos eran las aceras del txino, las barras de los bares (donde sus canciones se coreaban como himnos –ese tipo de himnos que en lugar de dejar en la boca el sabor de la sangre tenían regusto a cerveza de barril—). Los adorábamos por su música y, sobre todo, porque eran unos de los nuestros; porque sólo se ponían la capa para subir al escenario, y cuando se bajaban de él (aunque se dejaban puestas las mallas) te los podías encontrar tomándose una caña en Calderería, o haciendo cola en la parada de la villavesa. Los Barri no eran orgullosos, pero nos daban orgullo a los demás (sobre todo a los que vivíamos en el “barrio conflictivo”), y también esperanza, nos enseñaban que se podían tocar las estrellas con la punta de los dedos. Aunque fuera reflejadas en un charco. Para mí fueron, en ese sentido, siempre un referente, los admiraba porque habían conseguido ganarse la vida haciendo lo que les gustaba, sin complejos, sin grandes aspavientos… Yo quería ser, en definitiva, como ellos, un "barri" de la literatura. Supongo que por eso, cuando años más tarde publiqué una de mis primeras novelas, le pedí a El Drogas que me acompañara en la presentación.
Recuerdo muy bien la primera vez que hablé con él. El Drogas estaba pegado al escaparate de Xalbador, con los ojos clavados como un anzuelo en el último libro de Leopoldo María Panero y creo, no estoy seguro, que todavía llevaba el pelo largo (tal vez no recuerdo tan bien aquel primer encuentro; nos hemos acostumbrado pronto al pañuelo pirata de El Drogas, del mismo modo que antes a su melena). El caso es que yo me acerqué a él y me presenté. Estaba muerto de lacha, pero a la vez me resucitaba, me daba vidilla saber que hacía unos días, un amigo común, Kutxi Romero, le había pasado algunos cuentos míos. Me moría por saber qué le habían parecido… Y resultó que El Drogas no sólo me reconoció, sino que me dijo que los relatos le habían gustado. Tal vez no debía haberlo hecho, porque me crecí y fue entonces cuando le lié para la presentación y para unas cuantas embarcadas más: una charla, unas líneas para otro libro… Y lo mismo que yo otros tantos, grupos que empezaban y le pedían una colaboración en su disco, una mesa redonda en su instituto, su firma, su apoyo para alguna iniciativa social o cultural… El Drogas nunca sabe decir no (excepto cuando hace falta, cuando los demás, la mayoría, los que nunca se atreverían a dejarse el pelo hasta el culo o calzarse un pañuelo pirata, sólo se atreven a decir sí). El Drogas, y los Barri, han sido por ello, unos activos agitadores de la cultura navarra. Estamos en deuda con ellos y tal vez una buena forma de pagárselo de una vez sea apoyar la candidatura al Premio Príncipe de Viana de la Cultura que ha promovido en su favor el Ayuntamiento de Villava.
No tengo ni idea de qué piensan los propios Barricada (supongo que, cuando no es la primera vez que les proponen, no harán ascos al premio), y en realidad éste no les hace ninguna falta, son el mismo grupazo de rocanrol con o sin él, pero yo creo que es necesario, para desacartonar ese concepto de cultura domesticada, aburrida, clonada… Y sobre todo para ver, por una vez, una ceremonia de entrega—no me la perdería por nada del mundo— en la que los galardonados no se visten de pingüinos sino con camisetas negras o a rayas y no agachan la cabeza ni hacen reverencias ante nadie, por muy alto que sea; una ceremonia en la que no hay bandera alguna que nos ponga de pie, ni otra patria, otro mapa que el dibujo en la suela de nuestras botas; una ceremonia en la que el premio no es para quien lo concede, sino para el que lo recibe: para los Barri y en consecuencia para todos nosotros, para todos los que alguna vez hemos sentido pasión por el ruido, para los que alguna vez hemos estado contra la pared, para las ovejas negras, para los animales calientes.