El funcionamiento de una editorial, visto desde el punto de vista del lector, suele tener poco que ver con la realidad. Las empresas siempre intentarán exportar una imagen de seriedad y profesionalidad (y si fuere necesario de ordenada anarquía, que siempre queda cool) pero dentro de la máquina existe otra realidad.
El increíble hombre filtro es un texto extraído de la revista Interzona (coordinada por Borja Crespo y Rubén Lardín), y ha sido escrito por Sergi Puertas (Barcelona, 1971). Sergi también es autor de las novelas Porque sí (Verbigracia, 2004), Subnormal (El Cobre, 2005), Mindundi (Verbigracia, 2005) y Cómo destruir ángeles (Cahoba, de próxima aparición en 2008). Entre 2001 y 2006 ejerció de redactor jefe en Ediciones La Cúpula.
EL INCREIBLE HOMBRE FILTRO
Confesiones de un evaluador de tebeos, por Sergi Puertas.
Cómic, ya saben. Lo de los muñecos y las viñetas. Un medio repleto de color donde todo es jauja, ¿verdad? Pues no señores. Les aseguro que el trecho que va desde la mesa de dibujo a la librería especializada está repleto de trampas y obstáculos. Que el camino está sembrado de damnificados. Que a pesar de todo, cada día hay tipos que se calzan las botas decididos a recorrerlo.
Ya saben ustedes que el editor de cómic es el señor que posee la editorial. El que afloja la molla y decide qué se publica y qué no.Saben también que el artista de cómic es el señor que alumbra la obra. El que maneja el pincel a las órdenes de un guionista o de su propia psique. Por lo general, una vez tiene material suficiente que atestigüe cómo quedará el tebeo, se pone en contacto con el editor y le viene a decir: ¿Está usted interesado?
El editor tiende a estar ocupado tomando cafés con individuos que abrirán nuevos canales de distribución, apalabrando presentaciones que catapultarán un nuevo manga al estrellato; flirteando por teléfono con el yanqui de turno que le facilitará esos materiales que todos en España están aguardando con impaciencia. No, el editor rara vez tiene tiempo para recibir personalmente a ese chaval que cada día, tras cumplir con sus obligaciones como camarero, se vuelca en el entintado de su space opera.
Cuando me contrataron como redactor, me advirtieron ya que lidiar con los aspirantes a artista iba a formar parte de mi trabajo. La editorial tenía por aquel entonces una colección en la que se daba salida intermitente a comic-books de autores noveles y autóctonos en un país en el que prácticamente ninguna editorial publicaba comic-books de autores noveles y autóctonos. Así pues, además de rellenar con texto todos y cada uno de los huecos que fueran apareciendo en nuestras publicaciones, tendría que entrevistar a los muchachos, leerme sus trabajos y, llegado el caso de que fueran lo suficientemente buenos, mostrárselos a mis compañeros y al Gran Jefe para que juntos decidiéramos qué hacer con ellos. En definitiva: por mucho que me gustara un proyecto, no tenía competencias para sacarlo adelante. Ni para descartarlo si me parecía horroroso pero lo juzgaba lo suficientemente profesional. Yo era sólo un fan al que habían reciclado en opinador técnico. Poco más que un portavoz de la gerencia.
Los artistas que llamaban a la redacción no lo sabían, claro. Podías percibirlo en los temblores de sus voces. Cuando se presentaban allí en persona lo primero que les explicaba era que yo no era nadie, pero no estoy seguro de que lo entendieran. Si meses después me topaba con ellos de nuevo en un salón del cómic, me daba cuenta de que habían retenido palabra por palabra todo cuanto les había apuntado. Eran como niños huérfanos que, pese a mis esfuerzos por descargarme de responsabilidades, me habían colocado de todos modos en el podio reservado a esa figura paternal que todos añoraban con el furor de lo que nunca se ha tenido. Para ellos yo era el editor.
No una pieza más del engranaje. No un hombre filtro.
Y si yo era uno, ellos eran millones.
Como millones eran las fotocopias que recibíamos en la redacción vía correo postal. Una pila perenne que descansaba a mi espalda, en un escritorio que no utilizaba nadie. Salamantinos de quince años se adocenaban con cacereños que nos hacían llegar un avance de su próximo proyecto. La línea clara de Cornellá y el euromanga de Iruña compartiendo lista de espera con los collages de un malagueño que escaneaba genitales y los montaba a modo de caleidoscopio. Mandanga suficiente como para sobrepasarme por completo. Especialmente si tenemos en cuenta que la Pila, así se me había dado a entender, era mi última prioridad.
Y mi trabajo de verdad no menguaba nunca. Y las llamadas telefónicas no dejaban de llover. Que a ver si puedo enseñarte unos dibujitos. Que mis amigos dicen que pinto de puta madre y tal.
Que sí, hombre, respondía yo. ¿El jueves por la tarde te viene bien?
Porque el jueves era el día que destinábamos en la redacción a recibir a guionistas y dibujantes. La mayor parte de ellos nativos de la ciudad, aunque había también quien aprovechaba un viaje a Barcelona con motivo de la hospitalización de un pariente para dejarse caer por allí. Y luego estaba el que se había desplazado expresamente desde algún oscuro lugar del país. Entre estos últimos había profesionales que llevaban tiempo en el negocio, pero estos eran los menos. El grueso del pelotón lo integraban universitarios que garabateaban en una mesa de dibujo durante sus ratos libres, melenudos cuyas camisetas de Manowar conjuntaban con los bocetos de bárbaros que me traían. Cuarentones que trabajaban en fábricas y que, pese a que nunca habían visto una sola página suya publicada, seguían dibujando adolescentes de tetas enormes. Padres de familia que ayudaban a sus mujeres a subir el carrito del bebé por las escaleras para, acto seguido, atender a mis consejos sobre el equilibrio de negros mientras el crío se desgañitaba a voz en cuello. Yayos que me pedían que les buscase dibujante para ilustrar sus desvaríos eróticos, sus sátiras sobre la derecha.
¿Quiénes eran aquellas gentes? ¿Qué demonios hacían allí? ¿Por qué no se quedaban en sus casas viendo la tele como todo el mundo?
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